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EL OTRO LADO DE LA LUNA

EL OTRO LADO DE LA LUNA

Para la profesora Miriam Rodríguez Betancourt, Premio Nacional de Periodismo José Martí 2010, uno de los afanes rectores del oficio de la prensa es hallar el envés de las cosas.

MSc. JESÚS ARENCIBIA LORENZO,
Profesor de la Facultad de Comunicación,
Universidad de La Habana.
 

El teléfono no ha dejado de sonar desde la noticia. Ya su hermana Olga no sabe qué decir a los alumnos y amigos de varias generaciones que llaman para felicitar a La Profe. «Gracias, gracias», repite y explica que sí, que ha sido por la vida, por la obra de la vida, el Premio José Martí que le otorgaron.

Miriam sonríe desde un sillón; atiende al que llama, y después dice cualquier cosa para cambiar el tema o burlarse de sí misma, como suele hacer para bajarse a tiempo de los falsos montículos de la vanidad.

Miriam, La Profe, La Infinita, la Doctora Rodríguez Betancourt, es la maestra cubana de Periodismo con más juventud archivada en el ejercicio docente. Pertenece a la generación que inauguró esta carrera universitaria en el país. Y después, aunque practicó con excelentes resultados su oficio en periódicos, revistas y emisoras, entró de lleno a la docencia.

A su talento y constancia se deben no pocos de los textos y selecciones de lectura con que se asoman al Periodismo los principiantes y se deleitan los expertos. Acerca de la entrevista periodística, Acerca de la crónica, Tendencias del periodismo contemporáneo… En cada uno, la dosis de equilibrio, refinamiento y síntesis de una buena conversadora. Eso es ella: la tibieza de un diálogo, la mesura de un consejo, la austeridad de un trabajo.

Pocos hay en nuestro gremio que no le deban palabras, saberes, tiempo. En cuatro décadas en la colina universitaria, desandando los trillos de la tinta impresa, ha aprendido a condensar las ideas de tal forma que sus frases casi no admiten poda.

Me recibió en su cuarto-estudio, en los altos de la casona de Marianao donde la familia ha vivido por más de 60 años. Libros, libros, libros. Recortes de prensa. Poemas. Martí, el Che, el Guernica; fotos familiares, Hemingway. Mafalda y un póster de baile español. La maquinita de escribir y la computadora. Un mapa de Cuba y otro de Tenerife. Charlot y el Chicuelo.

Llega Tati, su sobrina, con el café, y comenzamos la charla; es decir, la clase…

—¿Cuál fue su motivación inicial hacia el Periodismo?

Simplemente una necesidad de expresión. De pequeña yo siempre decía que iba a estudiar para abogada. Me veía —con ciertos delirios de grandeza— como abogada defensora, o periodista. Me halaba mucho la palabra.

De modo que fue primero esa urgencia por decir y después todo lo demás: la cuestión de la enseñanza, la idea de cómo interpretar la realidad, de cómo asistir a los aconteceres… Mis primeras lecturas: Martí. Y eso fue una conmoción.

—En su sentido del humor, en su finura, usted recuerda el mejor espíritu español. ¿Qué le vino a Miriam, junto con sus antecesores, de la tierra de Cervantes?

Lecturas, fundamentalmente. Algo del Siglo de Oro. Algo contemporáneo. Machado, Lorca, Miguel Hernández… Muchos atravesamos en nuestra juventud primera —subráyame primera—, ese estremecimiento con autores que después fueron muy potenciados por la Revolución. También con los latinoamericanos que bebieron en aquella fuente: Vallejo, Neruda, Guillén… Es que todos los que amamos las palabras bebimos de allá. Y nos quedamos con sed.

—¿Cómo vio, con sus 19 años, el Primero de Enero de 1959?

Estaba en mi casa. Recuerdo que mi madre salió a regular la entrada de agua. Era muy temprano y alguien le comentó: «Carmela, dicen que se fue Batista». Cuando escuché eso, sentí lo que muchos cubanos. Fue un deslumbramiento, algo telúrico. Sobre todo, la vuelta a una esperanza. La noción de que ahora comenzaba, otra vez, la Patria.

—Había en la Escuela de Letras de la Universidad de La Habana dos profesoras símbolo. Se las menciono y me las dibuja: Mirta Aguirre y Camila Enríquez Ureña.

Mirta imponía. No solo por su mirada, sino porque uno sabía qué había detrás, quién era. No fui alumna de ella, pero asistí a sus conferencias. Recuerdo que yo evitaba subir en el elevador con ella. Me sobrecogía su presencia. Camila era un imán. Era familiar. Conquistaba...

Claro, me estoy refiriendo de los aspectos que en lo exterior me llamaban la atención de ambas maestras. De lo demás, ni hablar. Ahí están sus obras monumentales.

—¿Cómo armonizaban las inquietudes juveniles, los afanes culturales y el proceso revolucionario que comenzaba?

Hubo encontronazos, momentos complejos, no solo para los estudiantes de Periodismo. Pero pienso que aún los choques más fuertes fueron oportunidades de enseñanza. Mi grupo venía de una afinidad muy grande con la Revolución, que representaba para nosotros una esperanza satisfecha. Hasta para quienes resultaron golpeados injustamente, fue una etapa de aprendizaje. Dura pero muy importante.

—«El periodismo es en lo externo una profesión, en lo interno un sacerdocio». Esta frase es de sus preferidas. ¿Tuvo conciencia siempre del pesado mandato que encierra?

Absolutamente. Por tener conciencia de ese mandato del que García Márquez después llamaría «el mejor oficio del mundo», es que asumí el reto. Es un sacerdocio en cuanto a vocación de servicio y respeto a la verdad.

—Hábleme de aquella jovencita nerviosa, que fumaba mucho mientras preparaba e impartía sus primeras clases…

(Sonríe). Fumaba por miedo. Me sentía insegura frente a aquel alumnado, que me podía hacer una pregunta para la cual aún no tenía respuesta. Fueron muy buenos conmigo, muy considerados. Pero no te creas, que pasé mis apuros…

—¿De qué forma percibió entonces y percibe hoy las fronteras mutuas entre periodismo y militancia política?

Pienso que no hay fronteras. Si ambas filiaciones se ejercen con honestidad, con sentido de la responsabilidad, con compromiso con lo que uno piensa y con lo que uno es, no existen las fronteras.

—En una profesión de palabras, ¿cuán dañino o loable puede ser el silencio?

Puede ser tan loable como dañino. Hay ocasiones en que, por razones que tal vez el corazón desconoce, hay que guardar silencio. Y existen circunstancias que demandan hablar hasta por los codos.

—Cuando, junto a adelantados como Rafael Rivera Gallardo, «descubrieron» en nuestro patio las Ciencias de la Comunicación…, ¿cómo comenzaron a conjugar el desordenado espíritu periodístico con los preceptos de la Academia?

Creo que éramos personas inteligentes. (Y modestas). Entendimos que la Teoría de la Comunicación, y otros avances del conocimiento, lo que hacían era contribuir a mejorar la práctica periodística. Además, descubrimos caminos de reflexión que antes no habíamos imaginado.

Es que hay que entender el periodismo como una actividad de alta complejidad cultural. Si se entiende como una rutina del pan ganar, no se avanza hacia ningún lado.

—¿Será la entrevista —su especialidad— el arte supremo en el periodismo?

A mi juicio sí. Si quieres una respuesta rotunda, ahí la tienes. Como he dicho, en una buena entrevista entran en juego muchas cosas: el don de gentes, la capacidad de retratar a alguien, la flexibilidad… Concuerdo con Ambrosio Fornet cuando decía que después de los Diálogos de Platón no había nada más fascinante en la búsqueda de la verdad que la entrevista periodística.

—¿Por qué Miriam no podría ser una agresiva Oriana Fallaci, y tampoco se desprende de los libros de esa periodista italiana?

No podría ser tan incisiva como ella por una elemental cuestión de temperamento, de maneras distintas de asumir un diálogo. Y nunca dejaría de admirarla, en el sentido periodístico, precisamente por su incisiva genialidad. Ser periodista, como les repito a mis estudiantes, siempre implica buscar el otro lado de la Luna, hallar el envés de las cosas, dudar de todo. Y en ese afán Oriana es un estilo impresionante.

—¿Qué les falta y les sobra, a su juicio, a nuestras entrevistas de prensa?

Lo primero te lo respondo con una idea de Alfredo Guevara: a muchas les falta arte. Y ¿qué les sobra? Palabras, palabrería.

—¿Y nuestras crónicas, de qué carecen?

No es que carezcan de algo —que carecen—, sino que carecemos de crónicas. No abundan en nuestros medios. Hay buenos cronistas, pero el género está poco cultivado. Y para desarrollarlo hay que hilar fino, porque lo mismo sale una flor que un espantapájaros.

—¿Por qué no dejaría de leer la prensa cubana?

Para conocer los trabajos de algunos buenos periodistas, en primer lugar. Tampoco dejaría de consultar nuestros medios, pues es la única manera de aprehender sus aciertos éticos; y de advertir sus insuficiencias, lo que podrían hacer y no hacen.

—Si tuviera el don de cambiarlos, ¿qué les incorporaría?

Más columnistas. Diversificación de géneros. Más rapidez y profundidad en el abordaje de temas nacionales. Una mayor variedad temática. Mejor interpretación de nuestros problemas. Mucha más polémica.

—Ahora que han unido su nombre al del «más universal de los cubanos»… ¿pesa mucho este Premio?

Figúrate. Ahí puedes poner todos los lugares comunes que se dicen en estas ocasiones. Honor, responsabilidad, compromiso. Son ciertos. Es el premio de mi país, donde tantos buenos periodistas existen. Y lleva el nombre del Maestro. Por eso trato de verlo más allá de lo personal. Es la única forma de que no me abrume.

—¿Qué oficio manual hubiese querido aprender, Usted que ha vivido de emplear sus manos?

Nunca lo he pensado. Será que me he ocupado tanto en escribir, revisar trabajos, dictar clases, que tal vez no he tenido tiempo para pensarles otra ocupación a mis manos.

—¿A qué actriz le hubiese gustado sustituir?

A Ingrid Bergman, en Casablanca.

—¿Cómo se imagina dirigiendo a su admirado equipo de Industriales?

Siempre a la ofensiva. Ganándole a Santiago.

—Si sus alumnos le demandaran una recomendación que los pueda acompañar toda la vida en la prensa, ¿qué les diría?

Chico, es que no me gusta dar recetas. Hay suficientes ejemplos, paradigmas y prevenciones, para que cada periodista encuentre el camino. En eso confío. Mucho.

 

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