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LA CULTURA EN TIEMPOS DE GLOBALIZACIÓN

LA CULTURA EN TIEMPOS DE GLOBALIZACIÓN

Dra. EDDA DIZ GARCÉS,
subdirectora del semanario Trabajadores.

“La cultura está situada en el sistema

nervioso central de la civilización,

desempeña en la historia social el
papel sintetizador que en la vida juega el

metabolismo humano. En la cultura hacen

síntesis los elementos necesarios para la

acción, el funcionamiento y la generación de

una vida cada vez más amplia”
 (Armando Hart Dávalos).

Dicen que en 1983,  los Tuareg, tribu nómada del Sahara, detuvo diez días su migración anual para poder ver el final de la  serie televisiva estadounidense Dallas, cuyos 356 capítulos fueron traducidos a 67 lenguas y han sido emitidos en 90 países; en Costa de Marfil muchas mezquitas adelantaron sus horarios de oraciones durante 1999 para permitir a los televidentes disfrutar de la telenovela mexicana Marimar; Mickey Mouse y el Pato Donald se transmitían en China con las voces dobladas en lengua mandarina, y las viejas películas de Cantinflas editadas en México han sido vistas en las pantallas de Marruecos dobladas al árabe (Sonntag y Arenas, 1995).

¿Qué se deduce de estos hechos? Ante todo, que la globalización no se está expresando sólo en la economía, mediante la interconexión global de los mercados y los capitales, sino también y de manera importante, en el plano de la cultura.

Las formas culturales en la sociedad actual están mediadas de manera creciente por el impetuoso desarrollo de las tecnologías de la información y la comunicación, sobre las que se han encabalgado las industrias culturales, con tendencia a la conformación de un grupo de megacorporaciones globales que ejercen un indudable poder sobre los dos componentes estratégicos de la comunicación, los vehículos y los contenidos, que de hecho les permite ejercer determinado control sobre la opinión pública mundial e imponer moldes estéticos.

Pero como bien acuña Barbero (2002), la comunicación aparece también como lugar de dos estratégicas oportunidades: aquella que abre la digitalización posibilitando la puesta en un lenguaje común de datos, textos, sonidos, imágenes, videos, y la configuración de un nuevo espacio público y de ciudadanía en y desde las redes de movimientos sociales y de medios comunitarios.

Contrariamente a lo que algunos argumentan, los productos culturales globalizados a través de los medios electrónicos de comunicación han sido incapaces hasta hoy de generar “identidades globales”, por lo que equiparar las ideas de globalización y de homogeneización cultural es una visión simplificadora, como lo ilustran no pocos estudios (García Canclini, 1995, 1998, 2000; Ortiz 1996, 2004, 2005; Moneta 2000; Pineda 2002; Barbero 2002, 2004a; Giménez 2000, 2002; Mato 2000, 2001; Ianni 1999; Díaz-Polanco 2007).

En este contexto, habría que preguntarse cómo y en qué medida los hombres y las culturas se perciben e identifican en sus diferencias y hasta qué punto la autopercepción que se alcance, desde el punto de vista de la sociedad mundial, influencia y modifica su conducta (Moneta (2000: 178).

Este propio autor (1999:29) ya había llegado a la conclusión de que “si la dimensión cultural de nuestras vidas se moviliza fuertemente en los períodos de grandes mutaciones es, sin dudas, porque el espacio simbólico, el de las representaciones que nos proveen un orden posible de las cosas, resulta un espacio decisivo, tanto para la expresión como para la resolución de tensiones”.

En consecuencia, cada vez más las respuestas a los problemas de la sociedad actual están atravesadas/mediadas por la cultura en su sentido más amplio y complejo, como eje de comprensión e interpretación de la diversidad de procesos y transformaciones sociales que en ella tienen lugar.

¿Qué entendemos por cultura?

Para Raymond Williams (1976) cultura es una de las dos o tres palabras más complicadas del lenguaje inglés, lo que se aviene con la conclusión de García Canclini (2000) de que “uno de los pocos consensos que existe hoy en los estudios sobre cultura, es que no hay consenso”, mas, pragmáticamente acepta que ante la necesidad de seguir investigando y hacer políticas culturales, es necesario apropiarse de algunas definiciones operativas, aunque sean provisionales e inseguras.

También Williams, a pesar de su preocupación con este término, sobre lo cual insiste al recordar las inquietudes que le llevarían a la redacción del libro Cultura y Sociedad (1958), pasa de la catarsis conceptual a la reflexión constructiva: “el abanico de significados muchas veces superpuestos de esa palabra garantiza la riqueza de su análisis”.

En 1952 los antropólogos norteamericanos Alfred Kroeber y Clyde K. Klukhohn  reunieron casi 300 maneras de definir la cultura, mientras el antropólogo y sociólogo francés Georges Balandier (citado por Bisbal, 2001) en la década de los años sesenta encontró más de 250.

Históricamente, apareció primero la cultura como tal, después la palabra cultura (en latín), cuya acepción entonces no tenía nada que ver con la cultura, sino con el cultivo del campo y el culto a los dioses, y luego el primer concepto de cultura (cultivarse, especialmente por el culto a los clásicos griegos).

Cultura fue empleada metafóricamente por el orador, político y filósofo romano Marco Tulio Cicerón (106-43 a.C.) en su célebre tratado filosófico y moral Tusculanae disputationes (Disputas tusculanas), donde la utiliza por primera vez como término teórico para comparar el espíritu de un hombre basto o tosco, con un campo sin cultivar, y su educación y formación espiritual como el cultivo de ese campo.

Frente al monismo cultural, es Johann Gottfried Herder quien por primera vez utiliza, en 1791, el significado plural culturas como expresión de las culturas específicas y variables de naciones y períodos diferentes, pero también de grupos sociales y económicos dentro de una nación.

Más tarde este nuevo sentido de "cultura" fue adoptado y elaborado por otros autores en el siglo XIX, como Gustav Klemm y E. B. Tylor, cuyos escritos etnográficos estimularon el desarrollo de la antropología.

El concepto antropológico de cultura

Desde la segunda mitad del siglo XIX la Antropología Cultural comienza a ser considerada una disciplina científica. Uno de sus fundadores, señalado como el padre de la antropología británica, Edward Burnett Tylor (1832-1917), perfeccionando un enunciado de Gustav Klemm, estableció el primer concepto de cultura, que define al principio de su libro Primitive Culture (1871):

“La cultura o civilización, tomada en su sentido etnográfico amplio, es esa totalidad compleja que abarca al conocimiento, las creencias, el arte, la moral, la ley, las costumbres y cualesquiera otras habilidades y hábitos adquiridos por el hombre como miembro de la sociedad. La condición de la cultura entre las diversas sociedades de la humanidad, en la medida en que se puede investigar a partir de principios generales, es un tema propicio para el estudio de las leyes del pensamiento y la acción humanas” (Tylor, 1871, citado por Thompson, 1993: 167).

Criticada por enumerativa, descriptiva y abierta, la propuesta tyloriana, inscrita en un contexto teórico evolucionista, además de mantener el mérito de la iniciativa contribuyó a  la consideración de la cultura como materia de estudio sistemático, e indudablemente fue innovadora en muchos sentidos, en tanto rompió con el esquematismo biológico dominante en las ciencias sociales de la época, al tiempo que dejó claro que la transmisión de la cultura pasaba por las relaciones sociales, punto de vista resumido más tarde por los antropólogos en la afirmación de que la cultura es la herencia no biológica de la especie humana. O sea, queda reconocido que es una herencia social, simbólica.

Otro mérito del aporte de Tylor,  retomado y reelaborado posteriormente en Gran Bretaña y Estados Unidos, es que permitió despojar al concepto de un significado elitista, excluyente, aprovechado a su favor por el poder, y abrió la posibilidad de concebir a la cultura como una capacidad compartida por todos los seres humanos.

La etapa fundacional de la antropología cultural culmina con Franz Boas, quien junto a sus discípulos  propone una concepción de la cultura basada en el  particularismo histórico - cada cultura tiene su larga y única historia-,   y establece una de las más influyentes corrientes antropológicas: el relativismo cultural, cuya dimensión ética y moral ha sido posiblemente lo más cuestionado (Sebreli, 1992; García Canclini, 1988; Jarvie, 1983; citados en González Echeverría, 2003: 404), entre otras limitaciones teórico-metodológicas y morales que se le imputan, aunque es justo reconocerle más luces que sombras.

Según el relativismo cultural, todos los sistemas culturales son esencialmente iguales en valor, los rasgos característicos de cada uno tienen que ser evaluados y explicados dentro del sistema en el que aparecen, y las diferencias entre distintas sociedades han sido resultado de sus propias condiciones históricas, sociales y/o geográficas, postura que se enfrenta directamente a la corriente evolucionista y al etnocentrismo.

De acuerdo con Boas, “puede definirse la cultura como la totalidad de las reacciones y actividades mentales y físicas que caracterizan la conducta de los individuos componentes de un grupo social, colectiva e individualmente, en relación a su ambiente natural, a otros grupos, a miembros del mismo grupo y de cada individuo hacia sí mismo También incluye los productos .de estas actividades y su función en la vida de los grupos. La simple enumeración de estos varios aspectos de la vida no constituyen empero, la cultura. Es más que todo esto, pues sus elementos no son independientes, poseen una estructura” (Boas, 1964:166).

Con las contribuciones de Tylor y Boas se inicia un largo proceso de formación histórica del concepto de cultura, que atraviesa por tres fases sucesivas, de acuerdo con la antropóloga italiana Carla Pasquinelli (1993, citada en Giménez, 2006:25): la concreta, la abstracta y la simbólica, cada una identificada mediante un concepto clave, en ese orden: costumbres -elemento extraído de la definición de Tylor-, modelos -la atención se desplaza de las costumbres a los “modelos de comportamiento”-, y significados -el concepto se reduce al ámbito de lo simbólico.

Sin embargo, resulta más funcional la propuesta de J.B.Thompson (1993:167) de englobar las concepciones antropológicas en dos, una descriptiva y otra simbólica. La primera, conformada a partir de lo planteado por Tylor, Malinowski y otros que comparten, total o parcialmente, un punto de vista común de la cultura y del estudio de los fenómenos culturales, que resume así: “la cultura de un grupo o sociedad es el conjunto de creencias, costumbres, ideas y valores, así como los artefactos, objetos e instrumentos materiales, que adquieren los individuos como miembros de ese grupo o esa sociedad”.


La concepción simbólica

Aunque los orígenes de las concepciones simbólicas se remontan al norteamericano Leslie White (1900-1970), estas fueron colocadas en el centro de los debates antropológicos por Clifford Geertz, tras la aparición de su obra maestra: The Interpretation of Cultures, en 1973, en la que plantea un concepto de cultura, como él pretendió, más estrecho, especializado y teóricamente más vigoroso que el de Tylor.

El concepto de cultura de Geertz es esencialmente semiótico y  recae sobre todo en cuestiones del significado, el simbolismo y la interpretación: “Al creer, tal como Max Weber, que el hombre es un animal suspendido en tramas de significación tejidas por él mismo, considero que la cultura se compone de tales tramas y que el análisis de ésta no es, por tanto, una ciencia experimental en busca de leyes, sino una ciencia interpretativa en busca de significado" (Geertz 1973, citado en J.B.Thompson, 1993:171). Esta ciencia interpretativa de la significación es hacer etnografía, en términos de “descripción densa”.

Por un lado, explícitamente busca remediar el agotamiento del vigor teórico de la propuesta de Tylor como ese "todo sumamente complejo", y, por otro, cuestiona el concepto derivado de la Ilustración, por sus implicaciones universalizadoras.

No caben dudas de que el trabajo de Geertz ofrece una de las formulaciones más importantes del concepto de cultura dentro de la literatura antropológica, al reorientar el análisis hacia el estudio del significado y del simbolismo. Sin embargo, sin dejar de ser continuador de su teoría, J. B.Thompson (1993:176)  le hace tres críticas que parecen justas y necesarias: a) usa el término "cultura" de varias maneras diferentes, no todas totalmente consistentes; b) una segunda dificultad se relaciona con la noción del texto [etnográfico], que toma prestada de Paul Ricoeur y desempeña un papel central en su enfoque, pero la emplea de dos maneras diferentes y ambas originan problemas; c) y no presta suficiente atención a los problemas del poder y el conflicto social.

Estos análisis acerca de las diversas concepciones de la cultura, le sirven de “telón de fondo” a J.B.Thompson contra el cual traza un enfoque alternativo propio para el estudio de los fenómenos culturales, basándose en la formulada por Geertz y propone lo que denomina una “concepción estructural de la cultura”, que  más que una alternativa a la concepción simbólica es una modificación y ampliación de ella

De las concepciones de John B. Thompson y Clifford Geertz, en fecha más reciente Gilberto Giménez (2006) aporta una nueva definición/reformulación: “la cultura es la organización social de significados, interiorizados de modo relativamente estable por los sujetos en forma de esquemas o de representaciones compartidas, y objetivados en formas simbólicas, todo ello en contextos históricamente específicos y socialmente estructurados”. Vista de esta manera, la cultura puede ser abordada ya sea como proceso o como configuración presente en un momento determinado.

No obstante, nos parece mucho más abarcadora la visión antropológica del concepto de cultura expuesta por Raymond Williams en su Keywords (1976: 80), quien la definió de tres maneras: «un proceso general de desarrollo intelectual, espiritual y estético; un modo de vida particular, referido a un pueblo, un periodo o un grupo; los trabajos y las actividades intelectuales y artísticas».

Williams, uno de los llamados “padres fundadores” de los Cultural Studies británicos a mediados de los años 50, escapa a una concepción estrecha de cultura y rescata el uso de esta noción como "una forma total de vida".

Su  sistematización más acabada de la cultura está recogida en lo que denomina "materialismo cultural", expuesta en Marxismo y Literatura (1977),  se opone al divorcio de la cultura de su base material, aunque sin atribuirle un papel meramente determinado por las fuerzas económicas. Para él es imposible comprender la totalidad del hecho cultural,  de una manera separada de sus formas materiales de inscripción, difusión, reproducción y recepción. No puede escindirse la producción cultural de las condiciones materiales e institucionales.

Con  su “análisis histórico de la cultura”, el autor se propone demostrar que la producción cultural ha estado siempre estrechamente vinculada a condicionantes materiales e institucionales directamente relacionados con el desarrollo de las fuerzas pro d u c t i vas de la sociedad.


El reto de las industrias culturales

Aunque el concepto de “industria cultural” aparece a mediados del siglo pasado,  en Dialéctica de la Ilustración, de Theodor W. Adorno y Max Horkheimer, renace años después pluralizado, pero es a partir de la década de los 80, con la irrupción de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, que alcanza su apogeo globalizador.

Sin embargo, ya en 1947 esos filósofos alemanes nos alertaban de sus riesgos, al definir en ese libro las tres dimensiones de la Industria Cultural:

1- La afirmación de la unidad del sistema (el más importante y a la vez más polémico): esquematismo y atrofia de la actividad del espectador. Como prueba de esto se pondrá al cine: pues para seguir el argumento del film, el espectador debe ir tan rápido que no puede pensar, y como además todo está ya dado en las imágenes, no deja dimensión alguna en la que los espectadores puedan moverse por su propia cuenta.

2- La degradación de la cultura en industria de la diversión: la diversión haciendo soportable una vida inhumana, una explotación intolerable. “El Pato Donald en los dibujos animados, como los desdichados en la realidad, reciben sus puntapiés a fin de que los espectadores se habitúen a los suyos. El placer de la violencia hecha al personaje se convierte en violencia contra el espectador, la diversión se convierte en tensión” (Horkheimer y Adorno, 1988)

3- La desublimación del arte: la otra cara de la degradación de la cultura, ya que en un mismo movimiento la industria cultural banaliza la vida cotidiana y positiviza el arte. La industria cultural no sublima, sino que reprime y sofoca.

Amén de su pesimismo, hay mucha objetividad en esta caracterización, pero no se trata de cerrarse a realidades nuevas sino de afrontarlas con creatividad para garantizar la diversidad cultural y preservar la identidad en su sentido más amplio.

La siguiente reflexión del investigador chileno Álvaro Cuadra (2007:85) que citamos in extenso, nos habla de oportunidades pero también de los retos que impone el desarrollo tecnológico en el en el ecosistema comunicativo.

“La hiperindustria cultural, estadio actual de la cultura en el seno de las sociedades tardocapitalistas en proceso de globalización, constituye la cuestión política central de nuestros días, en cuanto hegemonía, administración de los sistemas retencionales terciarios, nuevo espacio material y simbólico donde se juega la visibilidad, la memoria, la posibilidad de acceso, en suma: la posibilidad misma de la existencia de la cultura de pueblos enteros y minorías étnicas o culturales. Como concluye Stiegler: ‘Las industrias de programas, a partir de ahora indisociables de las tecnologías de tratamiento de información y de los servicios de telecomunicaciones, se han convertido en el elemento clave tanto del desarrollo económico y de la influencia internacional como de la relación social y, por lo tanto, del futuro de los grupos nacionales. En la época de la hiperindustrialización de la cultura el reto para Europa y el resto del mundo es límpido: se trata de la perennidad de las industrias de programas no estadounidenses y, al mismo tiempo, de las condiciones generales de producción y de transmisión de los saberes, del ‘nuevo comercio’ y del futuro planetario del proceso de adopción’ (…) En los años venideros se hace imprescindible desarrollar con fuerza una cierta ‘conciencia moral ciudadana’ (…). Una conciencia ciudadana de nuevo cuño, anclada en el nuevo espacio global, sensible a las crecientes amenazas a la paz, el medio ambiente y la dignidad humana. Una conciencia ciudadana global capaz de vivir la diferencia como legítima y necesaria en una comunidad de hombres libres”.

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