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MEDIOS, POLÍTICA, PODER…Y QUE DIOS NOS TOME CONFESADOS

MEDIOS, POLÍTICA, PODER…Y QUE DIOS NOS TOME CONFESADOS

Uno tiene los medios que se merece. Los ciudadanos
estamos obligados a hacer algo para mejorarlos.
Armand Mattelart

Dr. ROGER RICARDO LUIS,
Director de Investigaciones del Instituto
Internacional de Periodismo José Martí y
Profesor de la Facultad de Comunicación,
Universidad de La Habana.

El protagonismo mediático de nuestros días hace que en gran medida la representación de la vida  que  disponen los públicos sea,  precisamente, la que nos proporcionan, como un  flujo  cotidiano e intenso, los medios de comunicación de masas. De tal suerte, la noción de lo que acontece en el entorno local, nacional e internacional está marca por esa propuesta que resulta más eficaz, cuanto más lejana es la realidad a la que se alude.

Los medios, por tanto, median entre el contexto y sus audiencias destacando, minimizando, silenciando, satanizando, estereotipando y hasta mintiendo sobre aquellos aspectos de la diversa, compleja y cambiante trama sociopolítica a partir de estrategias discursivas pautadas a partir de determinados condicionamientos marcados por los poderes dominantes. Y son las industrias culturales nacionales y trasnacionales las principales protagonistas de ese torrente discursivo que trata de imponer visiones de la realidad como patrones civilizatorios hegemónicos.

Esa mediación  se verifica en  las instancias socioculturales desde las cuales las audiencias se apropian y resignifican el mensaje mediático que va desde el capital cultural y simbólico de cada ciudadano hasta las amplias redes de relación en que se desenvuelve. De ahí la trascendencia de adentrarse en la intrincada y orgánica relación entre medios, poder y política.

Al poder generalmente se le ha visto objetivado de manera instrumental en instituciones e individuos; la naturaleza prohibitiva, represora, pareciera ser la característica natural de quien lo detenta, otorgándole la capacidad de obligar, ya sea por la fuerza física (coerción) o psicológica (coacción), a ejecutar actos en contra de la voluntad de otros, e implica la posesión, por ende, de aparatos de control de la voluntad y vigilancia de los actos de quienes no lo tienen. Sin embargo, Michael Foucault abre las miras del poder  cuando subraya que  “transita transversalmente, no está quieto en los individuos” (1992:144). Es decir, lo pone a circular como conexión que funciona en red.

La complejidad y magnitud de esa red de poder hace cada vez más sutiles acciones como la producción de sentidos, la formación de valores, la generación de necesidades o comportamientos en la sociedad, además de las actitudes de control y vigilancia de los actores a los cuales se quiera someter. Ello pone de relieve la significación de lo simbólico como uno de los componentes esenciales del poder donde está presente la interacción de los sujetos que lo reelaboran cotidianamente en las relaciones  estructurales de índole social, económica y política del sistema social.

John B. Thompson estima que el poder simbólico se coloca entre los cuatro componentes esenciales del poder (1), y en esa dirección explica que este dependería del ejercicio de una violencia invisible y solapada, que reproduce visiones dominantes a través del intercambio de formas simbólicas, entendidas como “una gama de acciones y lenguajes, imágenes y textos, que son producidos por los sujetos y reconocidos por ellos y por otros como constructos significativos (1998:65)”. Ello deviene apoyatura para que declare que la sostenibilidad de un orden social sin recurrir a la coerción estará asociada, en buena medida, a su capital simbólico, es decir, al prestigio y reconocimiento acumulado por sus productores e instituciones.

El planteamiento de Thompson  guarda estrecha relación con el concepto gramsciano de hegemonía (2) que identifica la capacidad del grupo dominante para obtener y mantener el poder sobre la sociedad. En otras palabras, la hegemonía apunta a la capacidad cultural e ideológica de quien detenta el poder para crear, desarrollar y reproducir su racionalidad.

Todo lo antes expuesto refuerza la consideración de  que los medios de comunicación son decisivos en la producción, reproducción y socialización de un discurso estable y continuado o esquemas de construcción de sentidos para (re)interpretar la realidad a tenor con los postulados inherentes a la racionalidad ideológica de la clase dominante. Es Dennis McQuail quien proporciona una de las llaves maestras que llevan a la compresión del poder simbólico a partir del valor intrínseco de la actividad de los medios: “(…) son en sí mismos un poder por su capacidad de llamar y dirigir la atención, de convencer, de influir en la conducta individual y social, de conferir estatus y legitimidad, y aún más, los medios pueden definir y estructurar las percepciones de la realidad” (1998:124).

Como puede apreciarse, los medios ocupan un lugar de privilegio en la socialización  masiva de ciertas visiones de la realidad. De esa manera contribuyen a la reproducción del poder  al expandir “(…)  en gran medida el alcance de la operación de la ideología en las sociedades modernas” (Thompson, 1993: 291) con lo que realizan una muy valiosa contribución a la reproducción del orden establecido.

El discurso como poder

Es el discurso la expresión concreta y concentrada del poder simbólico. Se trata del  conjunto de mensajes informativos que emite cotidianamente la prensa en sus diferentes soportes tecnológicos, lenguajes y géneros,  y con el que el público procura hacerse de una visión de la realidad. Ello debiera suponer lo que Borrat caracteriza como discurso polifónico y continuo, ya que abarca multiplicidad de voces y se va haciendo temario a temario en cada una de las publicaciones.                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                         

Sin embargo, ese discurso periodístico tiene las demarcaciones que le impone la  política editorial como metadiscurso  ordenador y funcional. Herrera señala que “(…) se trata del cuerpo normativo y procedimental que rige la orientación de un medio -informativa, de opinión y publicitaria- , y su funcionamiento como empresa, tanto al interior de la misma como en sus relaciones externas” (1997: 25). El académico afirma que no se puede perder de vista que la  construcción de la línea editorial toma por base los intereses económicos, políticos y sociales de los propietarios del medio de comunicación,  lo que  implica  también su salvaguarda a partir de su discurso periodístico. Desde la  mencionada pauta se  ponen los límites, la orientación, el orden y la jerarquización  en  la agenda mediática, lo que lo equipara (y de hecho lo es) con un ejercicio de poder.

Ese proceder genera efectos cognitivos que, como apunta van Dijk, “(…) devienen conjunto de creencias compartidas socialmente que se almacenan organizadamente en la mente en forma de esquemas o estructuras y que la psicología califica como guiones y modelos interpretativos” (1999:69).

Irene Vasilachis da las pistas de cómo los medios incorporan esos referentes en el patrimonio social a través de su discurso: “La reiteración, la falta de fuentes alternativas de información y de modelos de representación variados, y la no puesta en duda de las fuentes de conocimientos en que se basan” (1997: 208).

Como poder a fin de cuentas, el simbólico también sufre de una distribución desigual que implica que los medios  estén depositados en aquellos grupos o individuos que detentan mayor poder.  Así, el poder simbólico se verifica en el contexto de una lucha permanente entre  actores que buscan detentarlo en interés de  disponer para sí el monopolio de la visibilización de su discurso y con ello el proceso de legitimación propio y deslegitimación del contrario. 

Los medios  crean y difunden constantemente representaciones sociales hechas a su imagen y semejanza, pero más que el valor que supone el registro de esa realidad, el verdadero poder está en su construcción: el decidir la manera en que se encuadra un determinado acontecimiento, individuo o grupo para hacerlo existir como realidad social codificándola por la vía del lenguaje mediático.

Asimismo, el poder simbólico descansa también en el acceso al discurso público (en especial el que proporcionan los medios) y este guarda una relación directa con el resto de los poderes.

Para Santander, “(…) la capacidad de representar (producir representaciones de la realidad objetiva) la posee quien tiene acceso al discurso mediático y este es generalmente conferido al poder político, económico y cultural que tiene capacidad de intervención en las representaciones y están posibilitados para definir, construir y difundir su identidad construida desde los medios” (2009:135).

Desde esa visión, el periodista y académico chileno asume la pieza clave que suministra el marxismo para la compresión de este fenómeno cuando Marx y Engels, en la Ideología Alemana, exponen: “La clase que posee los medios de producción material posee al mismo tiempo el control de los medios de producción mental y, por tanto, en sentido general, las ideas a que están sometidos los que carecen de medios de producción mental (…). En consecuencia, gobiernan ampliamente como una clase y determinan la extensión y el ámbito de una época, con lo que evidentemente, entre otras cosas, regulan la producción y distribución de las ideas de su época. Es así como sus ideas son las ideas dominantes de su época” (1966:10).

Ese poder  simbólico inherente y a la vez distintivo de la actividad medial en nuestros días se naturaliza en la capacidad de gestionar la política. De ahí que con el desarrollo de los soportes comunicativos (desde la imprenta a internet), la  visibilidad política haya remontado otras dimensiones y sus representantes traspasaran el ámbito del espacio físico de la tribuna para ascender el que le ofrece la omnipresencia mediática.

Así, la visibilidad mediática se ha convertido en una herramienta fundamental mediante la cual se articulan y llevan a cabo las luchas políticas y sociales. Es por ello que en las sociedades de hoy prevalezca lo que Thompson denomina “la lucha por la visibilidad en el siglo de los medios de comunicación”.

Afirma Bisbal que “Los medios, para bien o para mal, han transformado la naturaleza de la visibilidad y la relación entre transparencia y poder. Es decir, los media hace ya un buen tiempo redefinieron la idea del espacio público; por lo tanto, el juicio que continuamente se hace del poder político o cualquier forma de poder desde los medios es un continuo escrutinio de sus acciones” (2009, 39).

Desde diferentes visiones conceptuales hay coincidencias en que los dos elementos más distintivos y dinámicos de la política en nuestros días son la ampliación de la esfera pública de la política y el espacio creciente otorgado a la comunicación bajo la apoyatura decisiva de los medios de cara a la formación de la opinión pública. Así, Omar Rincón indica que “la comunicación aparece como estrategia fundamental para la transformación de la política, pues en su campo se juegan las agendas públicas, las visibilidades ciudadanas, las actuaciones de los políticos y las atmósferas para la acción pública y el ejercicio del poder” (2008:151).

Esa  mediatización de la política encuentra en la agenda uno de sus principales soportes en tanto proceso mediante el cual las empresas periodísticas seleccionan y construyen, ordenan y jerarquizan los hechos calificados  como socialmente significativos, como también los temas que entran y salen de la escena mediática contribuyendo a formar lo que se denomina “clima de opinión” e influir en el público y el sistema político.

Esta perspectiva tiene por base la Agenda Setting (3) que, como señala Monzón (1996: 269), intenta aclarar el poder de los medios, el modo de actuar de los periodistas, la formación de las distintas agendas, la explicación de los efectos cognitivos que pueden producir aquellos y su contribución a la formación de un espacio público informativo, la creación de un contexto social relacionado con la cultura, el sistema de valores y el clima de opinión, y la formación y definición de una opinión pública que se muestre fuertemente deudora de los conocimientos que difunden los medios.

Ese propósito, empero, deviene acto de coerción simbólica que apunta a limitar el universo  referencial  y la capacidad interpretativa de los receptores mediante la intervención consciente del emisor.

Tal tipo de mediación no solo se verifica por lo que se va a expresar a través de la agenda y criterios de noticiabilidad que le sirve de columna vertebral, sino también  se presenta mediante las fuentes de información seleccionadas y los modos de narrar ese mundo significante.

Es asimismo un acto de manipulación cuya forma estructural tiene su eje central en la desinformación y cobra cuerpo a partir de la manera intencionada del uso del silencio, la descalificación, la descontextualización, el enfoque de los hechos y el lenguaje sesgado, entre otras técnicas.

Espiral sin silencios: la opinión pública

Si asumimos que los medios son responsables de la construcción simbólica de lo que nos rodea y tienen un rol principalísimo en la fabricación del consenso, no cabe duda entonces de su responsabilidad también en la arquitectura de la opinión pública cuya importancia ha crecido aparejada al desarrollo y alcance de aquellos y  a  la actividad de los institutos de sondeo de opinión y el papel que desempeñan las encuestas, factores  sobre los que la comunicación política pone especial atención.

Para Elisabeht Noelle-Neumann los individuos tienden a ocultar su opinión si piensan que la mayoría de la gente alberga un parecer contrario al suyo. Para ella, la clave estaría en controlar los medios para que su discurso se convierta en opinión dominante a partir de una mayor proyección social que hará que sus pensamientos parezcan los de la mayoría, los políticamente correctos, reprimiéndose así la opinión otra (en no pocas veces auténtica y mayoritaria) que se inhibirá o incluso se convertirá al sentir que se intuye como triunfador.

Refuerza la propuesta  anterior la teoría de la construcción social de la realidad sobre la sociología del conocimiento de Berger y Luckmann (1993), que trata de estudiar en qué medida la imagen del mundo que se elabora a partir de los mensajes de los medios es una construcción social de la realidad.

Coincidiendo con esta postura, José R. Vidal (2002) retoma un concepto de gran utilidad a la hora de evaluar el accionar de los medios sobre el colectivo que interactúa con ellos: el efecto cognitivo, entendiendo por tal el resultado que es generado sobre los conocimientos públicos afines en una comunidad, luego de la acción mediadora de los medios de comunicación de  masas.

Todo lo expuesto anteriormente guarda relación con el paradigma de la mediación de Manuel Martín Serrano, pues toda sociedad articula sistemas de orden en su beneficio. “Cuando la mediación introduce un modelo de orden entre las cosas para ofrecer una visión estable del mundo, se produce un cambio importante. La información del mediador cesa de tener por objeto la realidad original, ‘lo que ocurre’. Por el contrario, el mediador por medio de ‘lo que ocurre’ trata de explicar el orden” (1978: 53).

Los medios  en el escenario político

Resulta indispensable subrayar entonces que las características culturales, políticas, económicas de una sociedad, su historia y sus conflictos en un momento dado son las condiciones estructurales que definen el tipo de medios y actividad comunicacional que desarrollan, pues como señala Amparo Cadavid: “Crean permanentemente imágenes de la realidad, de lo que es la sociedad, el Estado, la democracia, los conflictos, la violencia, la paz, etc. Imágenes que tienen un gran cubrimiento y presencialidad en la vida cotidiana de la gente. Por ello llegan a convertirse en fuentes importantísimas de reconocimiento (…) de identificación y contextualización de los individuos con su comunidad local y como miembros de una sociedad nacional” (1989:4).  Y puede reafirmarse mucho más: no hay práctica periodística, por insignificante que parezca, ajena a la lucha por el poder o por mantenerlo.

Los condicionamientos políticos que genera la propiedad mediática delinean  las visiones que desde ellos se ofrecen  a partir de las dinámicas que pautan las lógicas profesionales y las rutinas productivas de las redacciones periodísticas.  Cadavid las resume: “La censura: presiones ejercidas de forma directa para prohibir la difusión de ciertos temas o programas que suelen resultar “incómodos” a los intereses de quienes lo practican; es decir, agrupaciones partidistas, instituciones de gobierno, gremios, mafias o particulares todos con poder de decisión y/o intimidación. La selección de los hechos-noticia: será noticioso lo que afecte o se refiera a la estructura económica y al  movimiento político que son reconocidas por el “orden establecido”. El uso de modelos y patrones para confeccionar lo noticioso: Relativo a los sistemas utilizados para estructurar, construir la noticia, las lógicas tecnológicas y los entramados ideológicos funcionales a determinadas fuerzas y relaciones sociales, todo lo cual perfila al interior de las estructuras noticiosas ciertos patrones en lugar de otros, unos modelos en contraposición de otros” (op. cit.:235-236).

Héctor Borrat suscribe que “(…) el periódico más que un actor social, que permite la interacción entre los diferentes elementos de la sociedad (mediador), es un actor político, que influye y afecta la toma de decisiones en el sistema político” (1989: 98).

Para ese investigador, el discurso periodístico, por ser político, cumple funciones propias del lenguaje político: Interpretar y conectar: se hace mediante la sucesión de inclusiones, exclusiones y jerarquizaciones de la información que posee. Diseminar información: hacer saber la interpretación implícita y explícita que el actor da de los datos que ha reunido sobre los conflictos provocados por las relaciones de poder y sobre aquellos consensos que se traban en función de ellos. Proyectar al futuro y al pasado: todo actor del sistema político orienta sus comportamientos en función de objetivos permanentes o transitorios que le obliga a proyectar al futuro, hacer una evaluación de los resultados, y a la vez remitirse al pasado. Implantar la agenda pública: seleccionar ciertos temas para las discusiones que pasan a ocupar el centro de la atención pública e incluso pueden llegar a ser cuestiones para la acción política. Estimular para la acción: referida a la audiencia de las masas, esta función parece reservarse, en circunstancias normales, para el estímulo al voto electoral; en circunstancias anormales (conflictos, crisis), en su fase de expansión y agudización, para formas excepcionales de participación popular (marchas, concentraciones, huelgas, movilización para la insurrección o la guerra). Desinformar: emplea una amplia gama de mecanismos desinformativos que van desee la mentira y la omisión hasta formas más sofisticadas de persuasión (op.cit: 98).

De ello se desprende la inevitable relación existente entre los discursos periodístico y político. Borrat concluye que el mensaje de la prensa es discurso político no sólo porque lo reproduce, sino también por usar su lenguaje, factores que, además, lo distinguen como actor político al nivel de cualquier político, partido, gobernante. De tal perspectiva, la acción discursiva mediática, al ser política, también se vale, como regla, de prácticas estructurantes inherentes al discurso político como es la argumentación para buscar el convencimiento a favor o en contra.

El rol político que desempeñan los medios se acentúa y es reconocido en contextos  de conflictividad y polaridad política, ámbitos en que la deslegitimación de determinados actores políticos y el liderazgo que los ha acompañado acusan declives dramáticos unas veces visibilizados por la prensa con el fin de descalificarlos y asumir sus funciones y ganar espacios de poder; y, en otros, cuando aquellas ven en las entidades mediáticas sus tablas de salvación.

“La debilidad que tienen partidos, sindicatos y otras instancias del tejido social, abre la puerta para que estos actores entiendan que su posibilidad de intervención en la vida pública está íntimamente atada a su relación con el universo mediático”, afirma Andrés Cañizález (2004:8), quien señala, además, que ciertos asuntos de interés público pueden ser catalizadores para la constitución de alianzas tácticas entre políticos y activistas sociales, por un lado, y medios de comunicación, por otro.

Esa dimensión  tiene su encuadre  en la categoría  de poder ficticio que se abrogan los medios al determinar quién puede hablar  y sobre cuál tema en sus espacios; así el poder mediático se apropia del ámbito donde se gesta la estrategia política dando lugar a un cambio sustantivo en los  maritales vínculos poder político-medios de comunicación.

El planteamiento se refuerza a partir de la crisis de credibilidad de los partidos y su fractura, pues hace mucho más dependiente a la estrategia política de su dimensión comunicacional al dejar de ser fiables y efectivos los tradicionales vasos comunicantes partidistas con sus bases y viceversa.

Las causas hay que buscarlas en el modelo neoliberal capitalista que impacta de manera negativa el ámbito de la política  con la pérdida del protagonismo del Estado en sus funciones. Asimismo, la disfuncionalidad de los partidos tradicionales convertidos en gestores políticos de las consorcios económicos locales y trasnacionales en el ámbito de una “democracia corporativa”, como también desentendidos de los intereses del electorado  que una vez dijeron representar como valor existencial. Ambos factores han signado la ruta de su descrédito generando en  amplios sectores ciudadanos descreimiento, desilusión y apatía ante esas prácticas de gerencia política.

La creciente apatía de los ciudadanos hacia el modelo político neoliberal imperante, delinea la existencia de dos tendencias a tener muy en cuenta en la comunicación política: la enajenación del elector con el consiguiente  abandono del espacio público y su exilio al individualismo desde una marcada despolitización y desideologización, y quienes se movilizan como nuevos agentes del cambio.

Sobre la segunda tendencia, Miguel Ángel Garretón (2009: 49) específica que en América Latina se produce una nueva politización, en tanto irrumpen en ese escenario actores sociales desde fuera del marco institucional desafiando la representatividad de los actores políticos tradicionales e institucionalizados.

Para Santander, la concentración de capitales en el contexto de la denominada democracia neoliberal ha determinado que “(…) los principales medios de comunicación privados se han convertido en actores políticos explícitos de la oposición, y desde ellos y con ellos se lleva a cabo una oposición activa, permanente y militante a los gobiernos de la izquierda en América Latina” (2009: 139).

En esa misma línea, y desde la realidad venezolana, Luis Britto postula que  “(…) los propios medios se constituyen en verdaderos partidos políticos en la medida que designan o fabrican dirigencias, redactan programas y plataformas, establecen líneas, consignas y movilizan; paralelamente actúan como si constituyeran un poder político operante, asumiendo todas y cada una de las funciones de éste, y más grave aún, actúan como un Estado paralelo mediático que se erige por encima de la propia legalidad que rige los actos de los poderes públicos” (2005: 294-295).

Resulta de interés contrastar las características que asumen esos  partidos mediáticos con las que el pensamiento marxista clásico y, en particular el de V.I. Lenin, atribuye a los partidos políticos: cualquier asociación denominada partido político actúa, como regla, en calidad de forma política organizativa de una determinada clase. El partido agrupa en sus filas a la parte más activa, consciente y organizada de la clase que representa. Cualquier partido, al mismo tiempo que expresión de determinados intereses de clase, es portador político de una determinada ideología política. La esfera principal de acción de los partidos es precisamente la esfera política, y en correspondencia con ello, el objetivo principal, tanto desde el punto de vista de su formación como de su funcionamiento, es político.

Al descomunal esfuerzo comunicacional que se realiza desde esos partidos mediáticos destinado a mantener y/o recomponer la hegemonía del sistema político que representan y del cual forman parte, se contrapone, como muestra fehaciente de su ineficacia discursiva, el triunfo sucesivo que en el ámbito electoral ha tenido la izquierda en países de América Latina.

¿Dónde radica  entonces la debilidad discursiva de ese poder mediático? En primer lugar, por carácter esencialmente contrafáctico de ese discurso que hace que sea descalificado por el factor vivencial de la realidad por las audiencias, inmersa buena parte de ellas en la corriente de profundos cambios sociales que se verifican y de los cuales son protagonistas, beneficiarios y empoderados.

Estamos ante un receptor cualitativamente distinto. Como puede apreciarse, hay dos factores clave que se desprenden de dicho planteamiento: por un lado, el factor politización en la ciudadanía; por el otro, y muy estrechamente relacionado con el anterior, el valor del contexto político en que se desarrolla  la comunicación política a través de los medios. Así, las versiones mediáticas encuentran un correlato en la resenmantización crítica que hace ese ciudadano politizado.

Puede entonces concluirse que el poder simbólico se ha convertido en un factor cardinal en la producción y reproducción ideológica del sistema  destinado a la fabricación del consenso a partir del desarrollo de estrategias de dominación. Esa labor se realiza mediante un sofisticado proceso de construcción permanente de formas simbólicas socializadas con alcance global. Dicha actividad tiene por base lo que Thompson ha definido con como “mediatización de la cultura moderna”, dejando atrás el  utópico ideal reformista habermasiano de la “acción comunicativa”.

Como consecuencia de esos procesos, se ha verificado una metamorfosis  en que la política  incorpora como suyas las prácticas y metodologías que habitualmente han distinguido el accionar de los medios, dada su necesidad de supervivencia, legitimación y visibilidad.

Los medios, por su parte, también se han apropiado de las funciones cardinales de los institutos políticos tradicionales a partir del valor que supone el disponer del poder simbólico. Esa práctica los ha llevado a convertirse en partidos mediáticos, como una lógica distintiva de la racionalidad que dimana de los procesos de mediatización de la política de la contemporaneidad. Si bien es cierto que esos partidos mediáticos han trabajado como  articuladores del espectro político que representan, su actividad ha estado enfilada a la lucha por poder, como el campo prioritario de la política que significa imponer modos de comprender y significar para incidir en la toma de decisiones.

La prensa cumple funciones políticas dadas su imbricación al sistema político y sus instituciones; ello se verifica  a partir de las relaciones que establece en ese ámbito para el cumplimiento de su encargo social que apunta a la formación de opinión pública y fabricación del consenso. Esa función política se trata de invisibilizar bajo el velo aséptico de la objetividad y la imparcialidad, principios que supuestamente legitiman el modelo de democracia capitalista.

Esa construcción simbólica se desdibuja cuando la  crisis se hace presente en el sistema; es entonces cuando se pone por delante la salvaguarda de los intereses de la clase dominante, se cierran filas y se hace mucho más evidente  el papel de actor político de primer orden de los medios de comunicación.

No siempre el poder que se atribuye a los medios cristaliza pese a su colosal capacidad para definir y estructurar las percepciones de la realidad. El mito de medios todopoderosos carece de sentido cuando éstos asumen un discurso contrafáctico, ajeno al contexto y la realidad. Semejante práctica los descalifica y lleva a la falta de credibilidad, abriéndose paso una nueva  politicidad representada por emergentes actores sociales, incluyendo nuevos medios de comunicación (alternativos) que actúan y contraponen un ejercicio contrahegemónico a ese poder en crisis.

Notas:

(1) Thompson se refiere, además, al poder económico (relacionado con la actividad productiva y sus resultados en función del desarrollo), el político (vinculado al Estado y a la red de instituciones que regulan el orden social), y el coercitivo (supone el uso de la fuerza física para la conservación del sistema).

(2) Para el filósofo italiano “El ejercicio normal de la hegemonía (...) se caracteriza por una combinación de fuerza y consenso, que se equilibran de diferentes maneras, sin que la fuerza predomine demasiado sobre el consenso, y tratando de que la fuerza aparezca apoyada en la aprobación de la mayoría, mediante los llamados órganos de la opinión pública” (Gramsci, citado por Acanda, 2002: 245).

(3) Bernard Cohen: “Puede ser que la prensa no tenga mucho éxito en indicar a la gente qué pensar, pero tiene éxito sorprendente en sus lectores al decirle sobre qué pensar”.

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