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“LOS AÑOS DE LA IRA”. UN ACERCAMIENTO AL CONTEXTO SOCIO-CULTURAL DE LA DÉCADA DEL SESENTA EN AMÉRICA LATINA

“LOS AÑOS DE LA IRA”. UN ACERCAMIENTO AL CONTEXTO SOCIO-CULTURAL DE LA DÉCADA DEL SESENTA EN AMÉRICA LATINA

MSC. SALVADOR SALAZAR NAVARRO,
Periodista y profesor de la Facultad de Comunicación,
Universidad de La Habana.
Estudiante de Doctorado en Estudios Latinoamericanos, Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).

El triunfo de la Revolución Cubana, el 1ro. de enero de 1959, marca la llegada de una nueva coyuntura socio-cultural en la trama histórica latinoamericana de larga duración. Rememorando aquellos días, el cineasta chileno Miguel Littin (2007) expresa: “La revolución cubana había estremecido el continente; nacía con ella una nueva realidad signada por la presencia protagónica de las grandes masas populares en la vida pública, quienes encontraban su eco natural en una generación de artistas que descubrían en las tradiciones populares la levadura con la que se amasaría la obra del futuro.

“Desde el Mar Caribe al Pacífico y el Atlántico, desde la selva tropical a la Cordillera de los Andes, una voz subterránea y mineral recorría el continente removiendo sus entrañas, reconociendo a sus diversas resonancias la identidad común, cuestionando los valores establecidos por el régimen neocolonial, buscando incesantemente proyectar los principios de una nueva filosofía que surgía dando una respuesta entusiasta a una civilización desgastada por el escepticismo (…)

“El sentimiento acumulado en siglos de sometimiento y colonialismo, en culturas destruidas y templos enterrados, en voces acalladas, en manos truncadas, explotaba como un nuevo volcán cambiando de raíz la visión del hombre y las cosas.

“Y este nuevo verbo se expresaba en una fulgurante literatura, en una música que rescataba en la memoria popular los acordes de la canción liberada; en un nuevo cine que encontraba en la confrontación social, las imágenes y el sonido que lo liberaban de antiguas ataduras estéticas y subordinaciones tecnológicas; empujado a nacer por la fuerza creciente de una historia que exigía ser narrada con urgencia”.

Los sesenta fueron los años de la ira

La Revolución Cubana se inserta así en un sistema-mundo, en un planeta cada vez más globalizado gracias a los medios masivos de comunicación, que habían transformado los modos de producir y reproducir la cultura del siglo XX, en especial la televisión. Las imágenes de Fidel y el Che forman parte de una época que incluye al movimiento a favor de los derechos civiles, la guerra de Argelia, Vietnam, el Mayo parisino, la Primavera de Praga, Bob Dylan, los Beatles, los Rolling Stones... Cincuenta años más tarde, seguimos fascinados con esta época en la que estalló la rebeldía latinoamericana como parte de un escenario mundial signado también por el cambio, momento en el cual convergen variadas posiciones políticas, tendencias estéticas, cosmovisiones generales en torno a la naturaleza de la revolución social, a las vías mediante las cuales canalizar los esfuerzos en pos de superar las profundas contradicciones sobre las cuales se había asentado la modernidad periférica en nuestros pueblos.

Regresamos una y otra vez a los sesenta, ya que en estos años se plantearon claramente las grandes interrogantes a las que se ha enfrentado la civilización latinoamericana (la cultura latinoamericana) en sus primeros cinco siglos de existencia. ¿Sobre qué presupuestos establecer un modelo de gestión de la cultura, de la producción cultural, verdaderamente alternativo a la hegemonía del mercado, a la visión que se construye desde las metrópolis políticas, económicas y simbólicas? ¿Cómo han de ser las relaciones entre el poder y la producción cultural? ¿Qué rol han de desempeñar los intelectuales en la sociedad? ¿Cómo avanzar en la transformación social, en la construcción de nuevas hegemonías?

Las valoraciones que siguen no pretenden una revisitación general de esta década en la que se fundó por primera vez a escala continental un ideal de esperanza y libertad, tarea que corresponde a los protagonistas de aquellos días excepcionales. Propone tan solo un acercamiento reflexivo al campo de la cultura y la sociedad de la época, desde las claves y las posibles enseñanzas que nos pueden dar el medio siglo transcurrido desde aquel entonces hasta el presente.

Los 60 en perspectiva

La llamada "década prodigiosa" en América Latina no puede entenderse fuera de un contexto de cambios socio-culturales a nivel planetario, en el que intervienen un conjunto importante de procesos políticos y culturales. Como explica Fernando Martínez Heredia: “Los sesenta” fueron –aunque no solamente eso- la segunda ola de revoluciones en el mundo del siglo XX. A diferencia de la primera ola, que sucedió sobre todo en Europa a partir de la Revolución Bolchevique, el protagonista de la segunda fue el llamado Tercer Mundo; sus revoluciones de liberación nacional, sus socialismos y sus exigencias de desarrollo combatieron o chocaron con el sistema del Primer Mundo –el imperialismo-, o trataron de apartarse de él. También tocaron muy duro a las puertas del “Segundo Mundo”, de las sociedades que se consideraban socialistas. En los propios países desarrollados hubo numerosos movimientos de protesta y propuestas alternativas de vida, que tuvieron trascendencia” (2010, p. 57).

La primera oleada de revoluciones que sacudió al siglo XX fue hija de una profunda crisis económica que erosionó los cimientos de la civilización burguesa. Sin embargo, el cisma cultural de los sesenta estalló en un clima de bonanza, al menos para los países del llamado primer mundo. De acuerdo con el historiador Eric Hobsbawm, la época estuvo precedida por "un periodo de 25 a 30 años de extraordinario crecimiento económico y transformación social, que probablemente transformó la sociedad humana más profundamente que cualquier otro periodo de duración similar. Retrospectivamente puede ser considerado como una especie de edad de oro, y de hecho así fue calificado apenas concluido, a comienzos de los años setenta” (Hobsbawm, 2003, pp. 15-16).

La explosión de los sesenta fue consecuencia entonces, como afirma el cineasta cubano Julio García Espinosa, no de una acumulación capitalista sino de la cristalización creciente de un “pensamiento avanzado”.

“Las primeras clarinadas lo fueron el desplome del colonialismo, la cruenta lucha por la independencia en Vietnam y el irreversible triunfo de la Revolución cubana. Se escuchaban campanadas que provenían tanto del Norte como del Sur. Los estudiantes se volvían antiescolásticos y daban tres pasos hacia la vida. Las minorías de todos los malos tiempos se rebelaban orgullosas y dignas. Se renovaban las ideas, se enriquecían las artes, se transformaban las costumbres; se mezclaban las voces, se acercaban las culturas, se enriquecían las identidades. Se echaban a un lado los falsos nacionalismos y se abría el camino hacia una humanidad sin límites. En el cine había surgido el Neorrealismo italiano que ahora florecía por todas partes con su fuerza renovadora. La diversidad inundó nuestras vidas volviéndonos más adultos y más solidarios. Los años sesenta demostraban que cuando van de la mano la vanguardia artística y la vanguardia política, la cultura alcanza sus cotas más altas (García-Espinosa, 2009, pp. 56-57).

La propia idea de América Latina, del latinoamericanismo, fue en cierto modo un descubrimiento de la época, ya que hasta entonces esta vasta región del tercer mundo había estado alejada de los principales conflictos globales, y la integración había sido enfocada desde una óptica panamericanista bajo la hegemonía de Washington. La revolución cubana puso en el mapa a un continente esencialmente mestizo desde el punto de vista socio-cultural, donde converge de manera evidente la tradición europea, la cultura de los pueblos originarios y el componente africano. La construcción de un continente latinoamericano, de una amalgama de pueblos a quienes une una historia, una cultura y una tradición, así como similares problemas a enfrentar, será una constante en el discurso público de la época, lo cual no se apreciaba con tanta fuerza desde las gestas por la independencia de las metrópolis europeas. Prevalecerá, sin embargo, una visión un tanto folclórica del ser latinoamericano, que en cierta medida es rural, pero también urbano, indígena, pero también europeo y esencialmente mestizo, campesino y obrero, pero también pequeño comerciante, estudiante o intelectual. Lo latinoamericano será ante todo hibridación, asimilación e reinterpretación de lo foráneo a partir de nuestras propias claves estructurales.

En Cuba, se celebra en 1968 el centenario del inicio de las luchas por la independencia nacional y se insiste a nivel simbólico en la continuidad de las mismas. La revolución cubana, como toda revolución verdadera, se verá a sí misma como el inicio de un movimiento de alcance continental y global, de un movimiento ecuménico que predica la libertad. Por todas partes renace el sueño de una segunda independencia, resuenan los ecos de una ilustración frustrada por los propios avatares de la modernidad, y que ahora, de la mano de nuevos actores, pretende cumplirse.

Cambios en la trama social

En estos años eclosionan nuevos sujetos sociales que ponen en crisis la estructura socioclasista latinoamericana propia de la primera mitad del siglo XX, y más que ello, la interpretación que desde la izquierda marxista se había hecho de la llamada lucha de clases. A la contradicción clásica entre proletariado y burguesía se suma una amalgama de sujetos que demandan un empoderamiento que les ha sido históricamente negado. La reivindicación por los derechos de la mujer, el renacer de los movimientos indígenas, la lucha por la libre orientación sexual, el respeto a la multiculturalidad y la multiracialidad, entre otros, harán estallar por los aires la moral judeocristiana sobre el cual se habían estructurado las prácticas sociales modernas.

Esta liberación no puede explicarse sin el posicionamiento de los jóvenes como un grupo social independiente. Los sesenta serán la década de la efebocracia, tanto en América Latina como en el resto del mundo. Como explica Eric Hobsbawm, "la radicalización política de los años sesenta, anticipada por contingentes reducidos de dirigentes y automarginales culturales etiquetados de varias formas, perteneció a los jóvenes, que rechazaron la condición de niños o incluso de adolescentes (es decir, de personas todavía no adultas), al tiempo que negaban el carácter plenamente humano de toda generación que tuviese más de treinta años, con la salvedad de algún que otro gurú” (2003, p. 326).

Con la única excepción del anciano Mao Zedong, quien canalizó el impulso de la juventud china en la llamada Revolución Cultural (1966-1976), los movimientos que sacudieron al mundo a lo largo de esta década fueron mayormente conducidos por jóvenes. Ello explica en gran medida lo que sería uno de los grandes rasgos de la época, el idealismo: “Nadie con un mínimo de experiencia de las limitaciones de la vida real, o sea, nadie verdaderamente adulto, podría haber ideado las confiadas pero manifiestamente absurdas consignas del mayo parisino de 1968 o del «otoño caliente» italiano de 1969: «tutto e súbito», lo queremos todo y ahora mismo” (Hobsbawm, 2003, p. 326).

La revolución juvenil se inspirará en la denominada "cultura popular", la cual reivindican en oposición a los valores esgrimidos por la generación de los padres. Se trata, en general, de una generación profundamente iconoclasta, como se puede apreciar en los momentos en los que dicha actitud adoptó una plasmación intelectual.  Ejemplo de ello son los carteles del Mayo Francés del ‘68 con el lema de “Prohibido prohibir”. También la máxima del radical artista pop norteamericano Jerry Rubin, quien afirmaba que uno nunca debe fiarse de alguien que no haya pasado una temporada a la sombra (de una cárcel) (Hobsbawm, 2003). Aunque posteriormente abordaremos con más detalles lo concerniente al Nuevo Cine Latinoamericano, uno de los movimientos artísticos más representativos de esta etapa, resulta oportuno citar al cineasta Paul Leduc, quien describe con vuelo poético el huracán transformador que representó su generación intelectual en aquellos días:

“Tenemos ¿cuántos?, más de veinte años de imágenes; a fin de cuentas ¿cuántas historias nos quedan?

“Tenemos los hombres armados con fusiles en medio del calor infernal que nos hizo ver Ruy Guerra. Tenemos los niños pidiendo limosna en un punto argentino que filmara Fernando Birri. Tenemos los travellings circulares (y la estética del hambre y la violencia) de Glauber. Tenemos el blanco y negro de Lucía (y la borrachera de un bar del machadato). Tenemos la miseria bajo el anuncio de Kodak que tomó Carlos Álvarez en Colombia.

“Tenemos el pueblo que le pide armas a Allende y tenemos a Fidel (y a los mercenarios yanquis en Girón). Y un juego de fútbol de la guerrilla salvadoreña en territorio liberado. Tenemos incluso, un camarógrafo filmando la bala que lo mata en las calles de Santiago.

“(Aunque esto es documental y es otra historia).

“Pero tenemos también sonidos: un radio debe sonar más fuerte en la Sierra Maestra según El joven rebelde de García Espinosa.

“Y otra vez el sonido de Os fuzis… y de los fusiles (Leduc, 2007, p. 135).

Política, cultura y comunicación

En el plano político, los sesenta se abren en un amplio diapasón, que incluye desde apropiaciones críticas al marxismo, a posiciones nihilistas y existencialistas. Curiosamente el anarquismo, ideología que postula la acción espontánea y antiautoritaria, apenas tuvo seguidores entre los movimientos de la época. Autores como Bakunin y Kropotkin, defensores del nacimiento de una sociedad libertaria "sin Estado" tuvieron muchísima menos recepción que el marxismo tan en auge por aquellos años. La apropiación que hacen los jóvenes revolucionarios de la filosofía marxista, está tamizada por una concepción de la vida claramente existencial. Como explica Hobsbawm, La consigna de Mayo del 68: “Cuando pienso en la revolución, me entran ganas de hacer el amor” habría desconcertado no sólo a Lenin, sino también a Ruth Fischer, la joven militante comunista vienesa cuya defensa de la promiscuidad sexual atacó Lenin (…) Pero, en cambio, hasta para los típicos radicales neomarxistas-leninistas de los años sesenta y setenta, el agente de la Comintern de Brecht que, como un viajante de comercio, “hacía el amor teniendo otras cosas en la mente” (…) habría resultado incomprensible. Para ellos lo importante no era lo que los revolucionarios esperasen conseguir con sus actos, sino lo que hacían y cómo se sentían al hacerlo. Hacer el amor y hacer la revolución no podían separarse con claridad (2003: 334).

Los sesenta serán la época de oro de los artistas e intelectuales, quienes asumirán un papel mucho más relevante como actores sociales del que habían tenido en años anteriores. En la URSS y los países comunistas de la Europa del Este, ante las limitaciones prevalecientes en los medios de comunicación masiva, los artistas asumirán el diálogo crítico con el poder, diálogo para nada exento de tensiones. En el mundo occidental primermundista, así como en los países que formaban parte de su zona de influencia, la mayor parte de la vanguardia artística se ubicó de frente al poder, y encontró espacios de expresión público, aunque fuera con sus limitaciones.

Los escenarios de lucha contra-cultural son diversos. En el campo artístico, las vanguardias se rebelan ante un universo simbólico que consideran decadente. Las artes plásticas, el cine y la literatura comienzan a renovarse en numerosas regiones del globo, donde será frecuente encontrar como anteposición el calificativo de "nuevo" en los nombres de cada uno de estos movimientos.

Concretamente, en América Latina se produce una extraordinaria renovación cultural. Ejemplo de ello fue el llamado boom de la literatura latinoamericana, Autores como Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Alejo Carpentier, Carlos Fuentes, Augusto Roa Bastos, Julio Cortázar, entre otros, muestran un continente donde transcurre una realidad que por compleja parece ficcionada o mágica. La nueva música dialoga con los nuevos tiempos. Las voces de Mercedes Sosa, Víctor Jara, Chico Buarque, Atahualpa Yupanqui, entre otros, junto a la Nueva Trova cubana revolucionarán la sonoridad del continente.

“De esta manera se nutre el cine de América Latina, asimilando, por una parte, toda la historia del cine social, así como sumando y refundiendo la historia universal de la cultura humana, desde la literatura de todos los tiempos, a los nuevos narradores, integrando asimismo los retazos de una cultura extinguida, sumergida o enterrada… como las lámparas de Machu-Pichu; Neruda, presente, en la alquimia del sincretismo cultural del cual somos producto los cineastas de América Latina y me atrevo a decir la cultura mestiza de nuestra Patria-Continente” (Littin, 2007, p. 23).

La Casa de las Américas, fundada en Cuba el 28 de abril de 1959, desempeñó un rol esencial en la difusión de estos autores. Bajo la dirección de Haydée Santamaría, esta institución se propuso tender puentes culturales entre los pueblos latinoamericanos y caribeños. A partir de un sistema de publicaciones periódicas, concursos, exhibiciones, festivales, seminarios, entre otros, la Casa incentivó el estímulo a la producción e investigación en el campo de la cultura. Su sello editorial publicó por primera vez a autores de la región que alcanzarían renombre mundial.

Por otra parte, la Iglesia Católica, institución que tiene en Latinoamérica a su mayor número de fieles, también fue sacudida a lo largo de estos años. La teología de la liberación, no “estuvo ajena a estas convulsiones sociales y en su seno florecieron genuinas corrientes renovadoras que se pronunciaron por la lucha revolucionaria y la alternativa socialista” (Guerra-Vilaboy, 2001: 305).

En estos años se genera todo un debate en torno a la concepción del cine como instrumento de lucha política, en oposición a las industrias culturales tradicionales, criticadas como reproductoras de un orden social enajenante. A Hollywood y sus imitadores en países como México, Brasil y Argentina se enfrentará un cine que se define como militante, el cual explicita sus objetivos en varios manifiestos fundacionales. Como afirma el investigador cubano Frank Padrón, se trató de "otra manera de ver, de sentir, de proyectar el cine" (2011, p.  60).

El papel del Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográfica, primera institución cultural fundada por la Revolución, resultó determinante en la organización de lo que después sería el Movimiento del Nuevo Cine Latinoamericano. El ICAIC trazó seis líneas fundacionales que explican la relación del Instituto no sólo con el cine, sino también con otras manifestaciones artísticas como la música, la literatura y la pintura. Desde esta institución es precisamente donde surgen movimientos artísticos tan importantes para la época como la Nueva Trova o el propio desarrollo de la cartelística. Estas líneas de acción fueron las siguientes:

a) Tomar como herencia no solo el cine, sino la cultura en general; b) no hacer de la política un factor escindido del talento artístico; c) no tener como objetivo el comercio sino el arte; d) favorecer la diversidad de tendencias en la producción y en la programación; e) garantizar la información más amplia y actualizada; f) contribuir al desarrollo de un público más calificado y exigente; g) cifrar nuestro destino con los cineastas de América Latina y el Caribe (García-Espinosa, 2009, p. 155).

Bajo la dirección de Alfredo Guevara, el ICAIC puso a disposición de sus hermanos de América Latina no sólo recursos materiales sino también todo su capital simbólico en función del desarrollo del movimiento. Julio García Espinosa califica al ICAIC de aquellos años como "la retaguardia del cine de América Latina y del Caribe". Y aclara:

“Justo es decir que grandes filmes latinoamericanos no se hubieran realizado sin la ayuda del cine cubano. La creación, en 1979, del Festival de Cine de La Habana, favoreció el reencuentro anual de los cineastas. Anteriormente solo habíamos tenido encuentros esporádicos, aunque muy importantes, en Viña del Mar, Chile; Mérida, Venezuela, Montreal, Canadá; e igualmente significativo en el Festival de Pesaro, en Italia. Pero, ahora, bajo el influjo de una cita anual en el Festival de La Habana, surgía el Comité de Cineastas de América Latina que consolidaba definitivamente al cine latinoamericano como un movimiento de amplia identificación cultural en toda la región” (2009, pp. 72-73).

El llamado Movimiento del Nuevo Cine Latinoamericano de los años sesenta no fue un monolito desde el punto del punto de vista de los criterios que convergían en el seno del mismo. No se trataba de establecer una línea estética única, más bien de que cada cineasta encontrara una respuesta estética a sus posiciones políticas (García-Espinosa, 2009), lo cual en el caso del Nuevo Cine Latinoamericano resultó paradigmático, ya que los cineastas de entonces fueron sus propios teóricos. Varios ensayos dan cuenta de estas preocupaciones como por ejemplo los escritos por Fernando Birri y Jorge Sanjinés, "El Tercer Cine", de Fernando Solanas y Octavio Getino, "La estética del hambre", de Glauber Rocha y "Por un cine imperfecto", de Julio García Espinosa.

Del 1 al 8 de marzo de 1967, se reunieron en el balneario chileno de Viña del Mar un grupo de cineastas latinoamericanos a quienes unía el propósito de realizar un cine diferente, alternativo, un cine que cambiara la historia. Estaban terminando los sesentas en América Latina, una década trascendental para la historia de nuestro continente. Iconoclastas, utópicos, libertarios: el cine es el rostro de una época en la que se intentó tomar el cielo por asalto. “Una cámara en la mano y una idea en la cabeza”… la expresión atribuida al cineasta brasileño Glauber Rocha, expresa el sentir de “una generación que no tuvo límites para sus sueños” (Littin, 2007, p. 15). Es la joven vanguardia intelectualidad quien durante esos años se aprestó a documentar la tragedia y la gloria de un continente en revolución.

Para Alfredo Guevara, fundador del Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC), y durante años presidente del Festival Internacional del Nuevo Cine de La Habana, ese primer encuentro de los cineastas en Viña del Mar marcó el reconocimiento de lo que más tarde sería uno de los movimientos más importantes de la historia del séptimo arte. “Fue la experiencia definitiva, aquella en que dejamos de ser cineastas independientes o de márgenes, experimentales, buscadores, promesas, aficionados, para descubrirnos lo que ya éramos sin saberlo: un Nuevo Cine; el ‘Movimiento’, y es bueno subrayarlo, que de ese Nuevo Cine hace una constante indagación renovadora, es decir revolucionaria, es decir poética” (2007, p. 7).

La juventud representada en Viña, el núcleo fundacional del Nuevo Cine Latinoamericano (NCLA), era diversa y muchas veces contradictoria. Rebeldía, idealismo, y también inmadurez. Los sesenta fueron “los años de la ira”, y jóvenes iracundos los que se aprestaron a producir un cine esencialmente contrahegemónico, tendencia expresada en su voluntad manifiesta de denuncia social, la oposición al poder instituido, y por lo regular la estructuración de la producción al margen de las industrias fílmicas nacionales (en los países donde existía una tradición previa). Se gestó por tanto un cine que se distingue por su agenda ideológica y política –arte como instrumento de concientización-, y en general por su identificación con los principales movimientos sociales de la época. Desde el punto de vista creativo se suma también una marcada vocación documental y testimonial.

Sin embargo, se trató de una producción que pese a determinados rasgos comunes mantuvo sus características nacionales. NCLA que se expresa en el Cinema Novo de Brasil, el ICAIC cubano, en Argentina el cine de indagación y encuesta en la Escuela de Cine de Santa Fe. En Bolivia, será primero el cine de Jorge Sanjinés y más tarde del grupo UKAMAU. En Chile será el cine surgido al interior de las universidades y al calor de las luchas populares. En México, cine independiente; en Uruguay nuevo cine y cinemateca del Tercer Mundo; en Colombia el cine documental, y en Venezuela el cine de Margot Benacerrat y más adelante el movimiento creado en el primer Festival de Mérida en 1968 (Littin, 2007).

Si bien autores como el propio Littin (2007) prefieren matizar por su simplismo la visión del Nuevo Cine Latinoamericano de la época como una producción esencialmente política, este Movimiento no puede explicarse sin tomar en cuenta las ideologías de los principales movimientos sociales de la época. En tal sentido, el NCLA es expresión (y por tanto respuesta) de la Guerra Fría económica, política y cultural en su dimensión Norte-Sur, de la relación conflictiva entre los Estados Unidos y la América Latina. El NCLA está también marcado por la búsqueda de alternativas viables de desarrollo cultural en un contexto signado por la teoría de la dependencia. “En mayoría, sus realizadores postulaban la consecuente liberación de los oprimidos, la fe en las reservas morales y revolucionarias del pueblo, el establecimiento de sociedades sin antagonismos de clase, la culpa del imperialismo internacional y de las oligarquías nacionales por la miseria, el atraso y la pobreza” (del Río & Cumaná, 2008, p. 13).

El llamado cine-panfleto, la canción protesta, y el arte militante en general, serán a lo largo de estos años instrumentos de acción y reclutamiento de las fuerzas sociales. La idea no era nueva. La propaganda política está presente desde los orígenes del arte, y en el caso del cine y la cartelística había tenido días de esplendor en los documentales de la Revolución de Octubre, pero también en los materiales de reclutamiento y movilización del pueblo durante las dos guerras mundiales, el New Deal, la Guerra de Corea y también por aquellos días la Guerra Fría.

Sólo que, en el caso de América Latina, los intelectuales y artistas que emprenden la tarea de construir un arte militante se caracterizan por tener mucha menos técnica, pero también muchísimo menos cinismo que sus homólogos del primer mundo. La comunicación política no se gestó en los laboratorios de los cientistas sociales, del mismo modo que la propaganda del primer y el segundo mundo. Ello, como es lógico, tuvo un riesgo: se sabía contra qué se combatía pero no se tenía una concepción científica de cómo hacerlo. Terminando la década, en un artículo publicado precisamente en la revista Pensamiento Crítico, Armand Mattelart daba cuenta de esta situación:

“Descifrar la ideología de los medios de comunicación de masas en poder de la burguesía constituyó la primera etapa de un quehacer que proyectaba incorporar dichos instrumentos a la dinámica de la acción revolucionaria. Hoy aquella fase debe ser superada o por lo menos aprehendida sólo como un peldaño en la tarea de creación de un medio de comunicación identificado con el contexto revolucionario. Los filósofos hasta el momento explicaron la realidad, se trata ahora de transformarla. La trasposición en el caso que nos interesa de la frase tan manoseada de Marx ilumina de inmediato el sentido de nuestro propósito” (Mattelart, 1971, p. 4).

Autores como el propio Mattelart denunciaban que los medios de comunicación, al encontrarse en manos de los sectores dominantes, impedían la posibilidad de una comunicación verdaderamente democrática y participativa. Se trataba entonces de devolver la palabra al pueblo, mediante procesos alternativos de comunicación que desbloquearan la pasividad del receptor y generaran su participación para usar la comunicación como un medio de educación liberadora.

Como parte de este mismo contexto, las ciencias sociales en América Latina protagonizan una revolución epistémica, que nutrirá con muchos de los nuevos postulados la cosmovisión sobre la cual se asentarán las prácticas culturales y comunicativas. En el campo de las ciencias de la comunicación, durante el primer trieno de la década del sesenta ven la luz las primeras investigaciones que en nuestro entorno denunciaron el desempeño instrumental de la comunicación para reproducir la dominación y la dependencia. Destacan autores como Antonio Pasquali en Venezuela, Eliseo Verón en Argentina, los belgas Armand y Michèle Mattelart matrimonio radicado por aquel entonces en Chile, el boliviano Luis Ramiro Beltrán, entre otros.

De la denuncia del llamado "imperialismo cultural" se pasa a la propuesta de una "comunicación horizontal" esgrimida por autores como Paulo Freire, Frank Gerace, Juan Díaz Bordenave, Mario Kaplún, Joao Bosco Pinto, Francisco Gutiérrez y Rafael Roncagliolo, entre otros. Dichas prácticas de comunicación alternativa tenían como objetivo precisamente burlar los modos de producción y reproducción establecidas por el sistema de comunicación dominante.

También en 1959, y también como parte del carácter ecuménico de la Revolución Cubana, se funda el 16 de junio la agencia Prensa Latina. Iniciativa de los revolucionarios argentinos Jorge Ricardo Masetti y Ernesto Che Guevara, y con el apoyo de Fidel Castro, la nueva agencia de prensa tuvo como objetivo mostrar la realidad de los pueblos del sur desde su punto de vista, y no tamizados por las agencias internacionales de noticias, todas controladas por las principales potencias del primer mundo.

La prensa underground surge precisamente en el contexto de los años sesenta. Con mayor o menor intención transformadora, estos medios alternativos abogan por la horizontalidad de los procesos comunicativos y pretenden contrarrestar, en la medida de sus modestos esfuerzos, la tiranía mediática de las grandes trasnacionales, abogando por un retorno hacia un modelo comunicativo más democrático que el realmente existente. Se trataba, como explica Manuel Vázquez Montalbán, de “respuestas espontáneas que las vanguardias críticas de la comunicación social han planteado bajo el signo de la contra-información en particular y la contracultura en general dentro de la óptica del sistema capitalista” (2003, p. 143).

En América Latina, el fenómeno tiene repercusión sobre todo en los movimientos estudiantiles y obreros, quienes se apropian de las nuevas tecnologías de reproducción en serie para elaborar periódicos de agitación. Será sin embargo la radio el medio alternativo más importante en el continente. Dicha práctica tenía antecedentes importantes en nuestra región, como por ejemplo la creación de las Emisoras Mineras en Bolivia (1952), las cuales canalizaron las luchas populares de este sector. También la propia Radio Rebelde, fundada en 1958 por el Che Guevara en plena montaña de Cuba para romper el monopolio informativo de la dictadura batistiana. A lo largo de los sesenta, y en la década siguiente, aparecieron nuevas emisoras en el continente vinculadas a los movimientos indígenas, campesinos, feministas y ecológicos. Algunas fueron emisoras con mucha potencia y de cobertura regional, las llamadas radios populares; pero también aparecieron plantas de pequeño alcance, especialmente en Argentina, conocidas como comunitarias.

Fin de una época

La década en la que "el mundo cambiaba y América Latina con él" (García-Espinosa, 2009) fue llegando a su fin. En el plano cultural, la reacción no tardó en caer sobre las principales naciones de América Latina. Junto al estímulo a la coacción directa (tolerancia y apoyo a dictaduras militares), y un amago de política de buen vecino (Alianza para el Progreso), los Estados Unidos relanzaron sobre la región todo el poder de sus industrias culturales, en especial el cine hollywoodense que por esos años logra un repunte importante a nivel global. Se vivencia un cambio en la correlación de las fuerzas internacionales. Como explica la investigadora Martagloria Morales Garza: “La muerte de Che Guevara en 1967 anuncia la derrota de los movimientos sociales alternativos en América Latina; la efervescencia de 1968 expira en junio con la derrota del mayo francés; la posibilidad de un socialismo más humano que el soviético llegó a su fin en agosto de ese año con la invasión soviética a Checoslovaquia (…) En el contexto internacional, parecían terminadas las condiciones para un ejercicio de poder autónomo y para realizar experiencias innovadoras en la construcción del socialismo, para inicios de la década de los 70 esto era ya una realidad (2008, p. 97).

Golpes de estado, censura y dictaduras militares fragmentaron a una generación de artistas que marchó al exilio o simplemente formaron parte de las largas listas de desaparecidos. La década del sesenta, la época en que más cerca se estuvo de tomar el cielo por asalto, comenzó a formar parte de la leyenda espiritual latinoamericana. Terminaban así, por el momento, “los años de la ira”.

Notas:
 
(1). Un resumen de este texto fue presentado como ponencia en el Coloquio Científico “50 aniversario del Departamento de Filosofía”, efectuado en la Biblioteca Nacional “José Martí” los días 17 y 18 de septiembre de 2013.

Bibliografía:

Del Río, J., & Cumaná, M. C. (2008). Latitudes del margen. El cine latinoamericano ante el tercer milenio. La Habana: Ediciones ICAIC.

García-Espinosa, J. (2009). Algo de mí. La Habana: Ediciones ICAIC.

Guerra-Vilaboy, S. (2001). Historia mínima de América. La Habana: Editorial Félix Varela.

Guevara, A. (2007). “Prólogo”. En A. Guevara & R. Garcés (Eds.), Los años de la ira. Viña del mar 67. La Habana: Ediciones Nuevo Cine Latinoamericano.

Hobsbawm, E. (2003). Historia del siglo XX. La Habana: Editorial Félix Varela.

Leduc, P. (2007). “Caminar por el continente”. En A. Guevara & R. Garcés (Eds.), Los años de la ira. Viña del mar 67 (pp. 135-141). La Habana: Ediciones Nuevo Cine Latinoamericano.

Littin, M. (2007). “El Nuevo Cine Latinoamericano. A la búsqueda de la identidad perdida”. En A. Guevara & R. Garcés (Eds.), Los años de la ira. Viña del Mar 67 (pp. 15-30). La Habana: Ediciones Nuevo Cine Latinoamericano.

Martínez-Heredia, F. (2010). El ejercicio de pensar (2da ed.). La Habana: Ciencias Sociales.

Mattelart, A. (1971). “El medio de comunicación de masas en la lucha de clases”. Pensamiento Crítico, 53, 4-44.

Morales-Garza, M. (2008). “Los debates de la década de los 60 en Cuba”. Temas, 55 (Nueva época), 91-101.

Padrón, F. (2011). El cóndor pasa. Hacia una teoría del cine "nuestramericano". La Habana: Unión.

Vázquez-Montalbán, M. (2003). Historia y Comunicación Social. La Habana: Ed. Pablo de la Torriente.

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