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LAS NUEVAS TECNOLOGÍAS DE LA INFORMACIÓN Y LAS TENSIONES EN TORNO AL CAMPO DEL PROFESIONAL DE LA COMUNICACIÓN SOCIAL

LAS NUEVAS TECNOLOGÍAS DE LA INFORMACIÓN Y LAS TENSIONES EN TORNO AL CAMPO DEL PROFESIONAL DE LA COMUNICACIÓN SOCIAL

Monografía presentada en el Diplomado de Problemas Sociales de la Ciencia y la Tecnología.

Lic. EMILIO ANTONIO BARRETO RAMÍREZ,
profesor de la Facultad de Comunicación,
Universidad de La Habana.

I

El montaje del mundo sobre las autopistas de la información está generando tensiones en torno al campo del profesional de la comunicación social. El meollo del problema se gesta en la aparición y extensión vertiginosa de prácticas comunicativas no profesionalizadas localizables en dos ámbitos: en el del periodismo participativo y en las prácticas artísticas. Ambas maneras de hacer constituyen prácticas comunicativas que se producen en los sitios web personales, los mismos que conforman lo que ya conocemos con el nombre de  blogosfera.

II

Es preciso que definamos tres categorías analíticas: campo del profesional de la comunicación social y periodismo participativo. Más adelante nos ocuparemos del concepto prácticas comunicativas no profesionalizadas y de las prácticas artísticas en la Red.

La categoría analítica campo del profesional de la comunicación social  pertenece a la ruta epistémica que seguimos los especialistas en teoría de la comunicación de la Facultad de Comunicación de la Universidad de La Habana con el propósito de avanzar en el sendero a través del cual la comunicología debe conseguir una teoría autónoma de la comunicación social. Con ello, quedaría absolutamente legitimada la existencia de una ciencia de la comunicación social. Al interior de ese afán epistemológico, la comunicación como campo profesional aparece como el segundo gran tema; el primero y el tercero son, respectivamente, la comunicación como proceso complejo y la comunicación como campo académico. (Saladrigas, 2005) Para llegar a una conceptualización del campo del profesional de la comunicación social es inteligente asumir, como primer punto de apoyo, la noción de campo formulada por el filósofo y sociólogo francés Pierre Bourdieu. Dice Bourdieu:

“Un campo –podría tratarse del campo científico– se define, entre otras formas, definiendo aquello que está en juego y los intereses específicos, que son irreductibles a lo que se encuentra en juego en otros campos o a sus intereses propios (no será posible atraer a un filósofo con lo que es motivo de disputa entre geógrafos) y que no percibirá alguien que no haya sido construido para entrar en ese campo (cada categoría de intereses implica indiferencia hacia otros intereses, otras inversiones que serán percibidos como absurdos, irracionales o sublimes y desinteresados). Para que funcione un campo, es necesario que haya algo en juego y gente dispuesta a jugar, que esté dotada de habitus que implican el conocimiento y reconocimiento de las leyes inmanentes al juego, de lo que está en juego, etcétera.”

Esta noción de campo la concretó Bourdieu en 1976, cuando le habló sobre el tema a un grupo de filólogos reunidos en la Escuela Normal Superior de París. Posteriormente, esta conferencia formó parte del libro Sociología y cultura, del propio Bourdieu. Dentro de esta definición, Bourdieu introduce el concepto de habitus. En Bourdieu se aprecia un sentido tan alto como nítido de la eticidad de todas las prácticas sociales. Por esa razón considera el habitus “un ‘oficio’, un cúmulo de técnicas, de referencias, un conjunto de ‘creencias’, como la propensión a conceder tanta importancia” a la disciplina (Bourdieu, 1990).

Visto así, al interior del campo profesional de la comunicación social, el concepto de habitus es espiritualidad identitaria: una inmanencia de la gremialización. La gremialización, a juzgar por la obra sociológica de Herbert Spencer (referenciada por Georges Ritzer en Teoría Sociológica Clásica) es consustancial al mundo profesional. Las profesiones no pueden crecer si no procuran una forja más allá de la actividad productiva. Ese más allá son las asociaciones profesionales: destinadas a crear las ideologías profesionales y a velar por el comportamiento del mercado laboral ante las ideologías profesionales, y viceversa, con el objetivo de cuidar a los profesionales asociados y por ende a las profesiones. Los gremios profesionales se esmeran en la labor de acogida, es decir, de recepción de nuevos miembros llegados al campo profesional al cual, por supuesto, han arribado después de resultar egresados de las aulas universitarias.

Existe una mediación más para delinear al profesional: se trata de la vocación, un término que invita a la disquisición limítrofe entre la filosofía y la teología. La vocación, como noción, aparece dibujada en la sociología de Max Weber, sobre todo en dos textos de factura memorable: La ética protestante y el “espíritu” del capitalismo y La política como vocación. Weber llegó a conceptualizar la vocación traduciendo a Martín Lutero, el fundador del protestantismo. Max Weber tradujo al Lutero traductor de La Biblia. Para ello detuvo fijamente tanto la mirada como la conciencia en un pasaje de la Primera Carta de San Pablo a los Corintios (Cor. 7-29). Dice un fragmento del pasaje bíblico según la traducción de Martín Lutero:

“... Que todos permanezcan en la profesión en la que han sido llamados. Si eres llamado como siervo, no te preocupes por ello; pues puedes ser libre y mejor que aproveches mucho de esto. Pues quien haya sido llamado como siervo, es un liberto del Señor; y lo mismo, quien es llamado libre es un siervo de Cristo. Cada cual queridos hermanos, que se quede con Dios allí donde haya sido llamado”. (Cor. 27-29)

A partir de su labor como traductor, Martín Lutero deslizó una mirada amorosa a la unión entre la faena como sentido no sólo de progreso social, también de vida, de espiritualidad individual. Luego, el trabajo adquiere en Lutero un sentido religioso, o sea, se constituye en llamamiento divino. Algo parecido sucede en la espiritualidad de Max Weber quien, jubilosamente, acepta y concluye el trabajo iniciado por Lutero. Para Max Weber, Martín Lutero enarbola una dimensión religiosa del trabajo cotidiano, porque se trata de algo sagrado, o sea, del compromiso ante los deberes que le son consustanciales a los oficios o profesiones profanas. El gran aporte de esta consideración busca asidero en un estandarte luterano: la asunción responsable del trabajo abre senderos para la vida en santidad. En otras palabras: las labores productivas son fuente de virtud. Y las virtudes, por tanto, son un modo de llevar una existencia cristiana cada vez más perfectible. (Abellán: 2007)

En medio de esta explanación he introducido dos términos que pudieran ser considerados categorías analíticas: el oficio y la profesión. Qué es un oficio y qué una profesión es interrogante a responder después de culminar con el concepto de vocación diseñado por Max Weber, pues la diferencia entre ambos términos es un aporte de la Modernidad.

En La ética protestante y el “espíritu” del capitalismo Max Weber arriba al siguiente juicio: el llamamiento a la profesión, visto según la traducción luterana de La Biblia, es la que se halla a la base del modo de la vida racional. Y el racionalismo es, a la postre, ingrediente fundamental de la espiritualidad en el capitalismo. De modo que, para Weber, la mentalidad del ser social en el capitalismo muestra su origen en ese criterio acerca de la profesión según el  protestantismo –especialmente el protestantismo ascético, visible en el calvinismo. El trabajo profesional en la Modernidad tiende a mostrársenos, nos diría Weber, con un carácter ascético. El ascetismo, en la sociedad moderna, se hace manifiesto por medio de la aparición de ese todopoderoso entramado de la economía en el capitalismo que determina los puntos del comportamiento individual y social. Entonces, la idea moderna de profesión tiene un carácter ascético, de autoabandono a la impostergable especialización del trabajo. Esto no es más que el acto de renuncia definitiva al ideal griego de que el hombre puede realizar todas las dimensiones humanas: una dimensión cuya génesis, de algún modo, pudiera atisbarse en lo que me atrevería a llamar una concepción socrática del saber.

Más o menos por el mismo sendero nos topamos de frente con la diferencia entre el oficio y la profesión. El trabajador que desempeña un oficio, amén de que pueda experimentar placer en su labor productiva, es un jornalero: produce únicamente por dinero. Sólo razones estrictamente personales –tales como la antipatía por un contratador, o la escasez de tiempo para determinadas jornadas laborales– pudieran eximirlo de la aceptación de un acuerdo de trabajo. La acumulación de dinero para una vida más confortable es el resorte que suele movilizar a la persona que desempeña un oficio no profesionalizado. El trabajador de oficio, esto es, el obrero, no asiste a las aulas universitarias y se mueve por la sociedad como un electrón suelto. Como no posee formación universitaria no precisa de un capital cultural específico (otra noción bourdieuana a la que también me aproximaré) y, por consiguiente, el habitus que lo identifica no está conformado precisamente por un corpus articulado desde la cultura.

Para que una labor pueda ser considerada profesión debe cumplir tres requisitos. Primero, se debe acceder a ella por medio de la adquisición de un grupo de saberes superiores, o sea, legitimado curricularmente por la universidad. Segundo, esos mismos saberes también es preciso sean legitimados por el mercado laboral, el cual impone un cierre social a las ideologías profesionales. Y tercero, como apunté anteriormente, los profesionales tienen que aspirar a la gremialización, al asociacionismo, a la institucionalización que vela por ellos, los guía y sirve de enlace entre el mercado laboral y la superación académica (Freidson, Evetts, Svensson, 2003).

La vocación aparece aquí como una mediación de los ambientes profesionales porque se erige en espiritualidad. Esa espiritualidad busca asentarse y al mismo tiempo activarse en las ideologías profesionales. Veámoslo de manera muy sucinta: un profesional no trabaja exactamente por dinero. Porque hay labores cuya importancia, significación o dimensión espiritual es mucho más tentadora que el pago monetario. A esas labores pudiera acceder un profesional responsable y perfectamente identificado con su vocación.

Al mismo tiempo, para un profesional de vocación, existen también proyectos laborales que no producen desvelo aunque el pago sea todo el dinero del mundo. Estimo que al concepto de ideologías profesionales (que aquí no he citado en toda su dimensión, pues no es necesario) se le puede inyectar la noción de capital cultural, de Bourdieu. Pierre Bourdieu se refiere a un capital específico que ha sido atesorado después de que las asociaciones profesionales libraran porfías anteriores dentro del campo, y que sirve de guía para el diseño de proyectos futuros.

Hacer referencia al capital específico equivale a reconocer que el capital –digámoslo con palabras de Bourdieu– “vale en relación con un campo determinado, es decir, dentro de los límites de este campo, y que solo se puede convertir en otra especie de capital dentro de ciertas condiciones”. Para ilustrar esta noción, Bourdieu apelaba con gran exactitud al fracaso de Pierre Cardin cuando se empeñó en llevar a la alta cultura un capital específico de la alta costura. El resultado fue que hasta el menos talentoso de los críticos de arte se halló en la necesidad inaplazable de patentizar el privilegio de pertenecer a un campo legitimado como de superior dentro de la sociedad. Para la clase intelectual más alta, la propuesta de Cardin era una intromisión pésima que dejaba como saldo –otra vez con palabras de Bourdieu– “la tasa de cambio más desfavorable” para los miembros de la alta cultura. (Bourdieu, 1990).

El profesional, finalmente, a diferencia del trabajador que desempeña un oficio, casi nunca concluye su labor a las cuatro, cinco o seis de la tarde, máxime cuando se sabe que, más allá de esas horas, puede ser visitado por la inspiración y las nuevas ideas, incluso a altas horas de la noche, más exactamente durante el sueño. No son pocos los profesionales que con frecuencia ocupan el horario nocturno, que es de descanso, para atender esas visitaciones.

¿Cómo pudiéramos, entonces, conformar el campo del profesional de la comunicación social? Tal vez sea atinado ofrecer antes un concepto de comunicación. En su raíz etimológica, comunicación viene de la voz latina communis, que significa comunión, que no es otra cosa que una común unión, un hacer en común, una mutualidad de intereses. Por tanto, la comunicación, apreciada holísticamente, trasciende la visión de la comunicación como transmisión de información unidireccionalizada o verticalizada, esto es, el proceso de comunicación compuesto por un emisor, un mensaje que transita por un canal, y un receptor que, además de proceder a la decodificación del mensaje, pudiera tener o no la facultad de resemantizarlo  para de inmediato convertirse en emisor (Saladrigas, 2005).

Sostengo que pudiera tener o no la facultad de resemantizarlo porque hay procesos de comunicación que son estrictamente informativos, tales como la inmensa mayoría de todos los diálogos militares intracuartelarios, así como también muchas de las relaciones comunicativas que establecen los medios masivos de comunicación con los públicos, sobre todo aquellas instituidas para divulgar propaganda política y publicidad comercial.

Entonces, tomando como eje el concepto de comunicación, podemos enumerar varios actores –quizá los más representativos– que intervienen y conviven en el campo profesional de la comunicación social. Siguiendo a Bourdieu en la noción de campo –dentro de la cual se hallan el habitus y el capital específico–, al concepto de vocación de Max Weber (mediado por Martín Lutero), a las afirmaciones de la sociología de las profesiones y al concepto de comunicación que acabo de enunciar, en este campo entran en juego aquellos comunicadores sociales que ejercen su labor desempeñando las prácticas comunicativas profesionalizadas que no pugnan entre ellas mismas sino que conviven y dialogan animosamente porque están sancionadas como válidas por las aulas universitarias, aparecen reconocidas dentro de las instituciones gremiales profesionales y, por tanto, se someten a los procesos de cierre social y credencialismo profesional que realiza el mercado laboral. Estos actores profesionales son: el periodista, el relacionista público, el publicista, el especialista en marketing, el docente, el investigador, el gestor de información, el editor, el fotógrafo, el diseñador… Hay otras figuras, pero la no aparición de ellas aquí no afecta en lo más mínimo al objeto de estudio.

III

En torno al campo se están produciendo intervenciones no profesionalizadas que llegan con distintos habitus, capital cultural y sin formación académica. Esas intervenciones se producen como consecuencia de eso que el teórico español José Luis Brea define como la estetización difusa de la posmodernidad y la muerte tecnológica del arte en dos ensayos memorables: El tercer umbral y La era postmedia, amén de que analiza el tema con mucho rigor precisamente en el ensayo breve intitulado precisamente así: La estetización difusa de la posmodernidad –y la muerte tecnológica del arte. A la estetización que, de la vida y las prácticas sociales, enarbola el debate de la posmodernidad, me acercaré un poco más adelante.

Quizá ya va siendo el instante de enunciar un concepto de prácticas comunicativas no profesionalizadas. ¿Cómo se pueden definir las prácticas comunicativas? La respuesta la ofrece la doctora Rayza Portal, profesora de la Facultad de Comunicación de la Universidad de La Habana, en su tesis presentada en opción del grado de Doctora en Ciencias de la Comunicación Social, intitulada Por los caminos de la utopía. Un estudio de las prácticas comunicativas de los Talleres de Transformación Integral del Barrio en la Ciudad de La Habana. Dice la doctora Portal:

“La categoría analítica práctica comunicativa la hemos definido como aquellas prácticas sociales en las que intervienen al menos dos actores sociales con funciones comunicativas diferenciadas de acuerdo a las circunstancias en que se desarrollan y que generalmente reproducen las regularidades de sus condiciones de existencia. Están sujetas a una serie de mediaciones (culturales, territoriales, históricas) que dejan en mayor o menor medida su impronta en la forma en que se desarrollan, el alcance que pueden tener, pero también en sus posibilidades de modificación ante cambios en el contexto que signifiquen la apertura de circunstancias diferentes”. (Portal, 2003:10)

Una vez conocido el concepto de prácticas comunicativas, es menester definir la categoría analítica periodismo participativo para, finalmente, imbricar todas estas nociones. El término periodismo participativo aparece bien bosquejado en el pensamiento del sociólogo francés Jean-Louis Missika, especializado en medios de comunicación. Missika se ha esmerado en el análisis del impacto del declive de los medios clásicos, estos son, el cine, la radio y la televisión, y el auge de las nuevas tecnologías de la información sobre la vida política. Dice Missika:

“El debilitamiento del papel político de los medios de comunicación favorece la aparición de un periodismo participativo. Antes, los medios de masas, en particular la televisión, favorecían y tenían como objetivo expresar una exigencia compartida por el mayor número de personas, el pueblo, el ‘demos’. Hoy, con las nuevas tecnologías, cada cual tiene los medios necesarios para expresarse, y es la palabra individual de un mayor número de personas la que entra en el debate, con el riesgo de hacerlo caótico y sin ritmo.” (Missika, 2007:34)

De modo que la tenencia de los medios necesarios, esto es, las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, en manos de cada cual y de todo el mundo viene a tensar, a jalonar el campo del profesional de la comunicación social. Las prácticas comunicativas profesionalizadas se adquieren dotadas de un arropamiento ético que es constitutivo de la educación superior. A las prácticas empíricas no le son consustanciales –por desconocimiento del comunicador de facto– los arbitrios bien meditados de los códigos deontológicos de la comunicación social, mucho más los del periodismo. Pero tal vez sea recomendable pisar el terreno que resulta propicio para el ejercicio de estas prácticas.

La caracterización que hace Missika puede conducirnos al siguiente panorama: el encanto de la televisión continúa su enseñoreamiento aunque, ciertamente, se halla muy debilitado. Hace aproximadamente cuatro décadas la televisión realizaba una misión cuasi profesoral a la vez que política. Este esquema comenzó a evidenciar un proceso de difuminación a inicios de la década de los años 80, precisamente cuando apareció en los ambientes académicos el debate sobre la posmodernidad y se comenzó a reflexionar en torno a la banalización de la cultura. Las primeras señales de la pérdida de terreno de la televisión llegaron con las cadenas temáticas de pago. Ya en años más recientes esos signos se han hecho más visibles con la voluntad de hacer más diversa la oferta de la televisión y, por supuesto, con el impacto y la irradiación de la televisión digital (la Internet y los blogs). Así es que la información televisiva –que bien podemos llamar clásica o tradicional– se ha visto lanzada a un ruedo competitivo desventajoso frente al empuje arrollador de las nuevas fuentes de información con sus modelos tan nuevos como novedosos.

Una de las consecuencias de toda esa avalancha ha sido la desarticulación del estatus mismo del periodista experto: el columnista, el cual ha sido ubicado, por las circunstancias originadas como consecuencia del impacto de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, en una zona ambigua, más bien de duda, que no termina hasta conseguir la banalización de quien toma la palabra. Esta evolución (¡más bien involución ética!) presenta, lógicamente, tres derivaciones nefastas que se dirigen, escalonadamente, al mismo centro de las relaciones que mantienen los medios de comunicación digitales con los políticos, en primer lugar; con los medios tradicionales, en segundo, y con la opinión pública, en tercero. De esa forma es que el periodismo impreso ha comenzado a experimentar primero la merma y más tarde la caída de los ingresos monetarios por concepto de publicidad, al tiempo que la disminución de lectores se ha hecho también patente, porque la gratuidad de la Internet ha escalado al primer lugar de preferencia en varias clases de público.

Las prácticas comunicativas no profesionalizadas que se gestan en la Red han venido a convertirse en mediaciones promocionales y de vulnerabilidad ética dentro de las culturas organizacionales de las instituciones que generan prensa. Esta afirmación requiere de un desmontaje. El periodismo es una práctica comunicativa que se debate entre la necesidad y la capacidad de crear productos comunicativos tanto informativos como de opinión desde las habilidades individuales.

O, lo que es igual, la prensa es el ejercicio de la información y el de la opinión. Por eso, ad intra del periodismo, los géneros son informativos primero y de opinión después. Dentro de los géneros informativos se hallan la noticia, la entrevista y el reportaje. En los géneros de opinión están contenidos: el artículo (en cada una de sus variantes o modalidades) y la crónica. Históricamente, dentro de las organizaciones de prensa, ningún joven egresado de la universidad ha podido ejercer, de inmediato, el periodismo de opinión. Eso quiere decir, de entrada, que el periodismo es una actividad –como ya avancé hace unas líneas: de habilidades individuales adquiridas con la mediación del trabajo y la superación constantes–, en la cual la eficacia, más otros atributos obtenidos en buena lid, conducen por el camino de la promoción. Primero, es preciso permanecer varios años haciendo mucho y buen periodismo informativo: dándole cobertura a eventos sobre los cuales lo pertinente es escribir noticias impersonales y objetivas. Luego viene la posibilidad de contar historias al modo reporteril. Hasta que llega el momento de incursionar en los géneros de opinión al modo de los columnistas, a quienes ya se les puede llamar expertos en determinados temas, sobre los cuales escriben artículos de opinión. A estos periodistas ya se les considera aptos para establecer y dirimir polémicas periodísticas frente a colegas de otras publicaciones. El periodismo de opinión requiere de mucha prudencia, responsabilidad, experiencia y, sobre todo, de un notable desapasionamiento, cualidad que no es posible percibir durante la primera y la segunda juventud.

Los actuales jóvenes periodistas posiblemente no ejerzan mucho el periodismo de opinión en sus respectivos órganos de prensa, pero sí lo hacen desde sus sitios web personalizados: los blogs. En la blogosfera no hay jefes de redacción, ni de información, ni editores, ni correctores de estilo. Hay, en cualquier caso, un alud de participaciones repletas de juicios de todo tipo y de revelaciones poco menos que discretas. Ciertamente, están las prácticas de los periodistas muy jóvenes, sin camino andado ni experiencias ganadas.

Pero mucho más acá de esas también se dan las de los ciudadanos neófitos que igualmente han realizado la apertura de sus sitios web. Se trata del periodismo participativo, ese que pone en igualdad de condiciones a todos los actores de la comunicación, aunque éstos se hallen muy lejos de ser estimados como especialistas y conozcan poco o nada en relación con el tema sobre el cual se decidan a escribir. Existe muy poco blindaje en las prácticas comunicativas dentro de la Red. De ahí que Jean-Louis Missika estigmatice estas prácticas como debate “caótico y sin ritmo”. Caótico porque tiende a la anarquía semántica; sin ritmo porque el exceso de estilos y en muchos casos la ausencia de éstos le confiere a los procesos comunicativos una marcha zigzagueante, cuando no de empantanamiento o de retroceso.

Sin embargo, aclaro, no todo es malo. Y en este caso nada es originariamente dañino. Pero también es sensato arrojar luz sobre la intención que persiguen las prácticas comunicativas dentro de la blogosfera. Porque si el resultado todavía no ha dado suficientes muestras de participación desde la responsabilidad y la prudencia, lo cierto es que la intención de facilitar esas participaciones es señal de un altruismo saludable. Con el éxito de Internet, de los chats y de los blogs, los ciudadanos comunes tienen la posibilidad de entrar en un ruedo conversacional que los promueve como emisores de información. O sea, el público es elevado a un grado de igualdad desde el cual se le hace más fácil intercambiar –o interactuar– con el periodista profesional, con el político de profesión, es decir, con la persona pública que realiza un servicio desde un cargo estatal. Todo eso puede ejecutarse en la Red en tiempo real. Con estas modalidades participativas se ha podido subsanar el gran problema histórico de la prensa: el espacio insondable que separaba a los receptores de la comunicación (los públicos) de la élite periodística (los emisores). Esta distancia también se veía matizada por una mediación muy visible: la distancia, igualmente lejana, entre los actores de las diversas políticas públicas y los ciudadanos comunes.

IV

Esta bifurcación de las prácticas comunicativas que se protagonizan en la Red es merecedora de ejercicios, en primer lugar, para una sociología del trabajo y, en segundo, ya en busca de una visión más holística, para una sociología de la cultura. La génesis de esa bifurcación se localiza en la posmodernidad, cuyo debate se ha propuesto la desacralización de todo cuanto instituyó como sagrado la filosofía griega de la Antigüedad. Dentro de esa desacralización lo primero que resalta son los conceptos de cultura y arte. El primero ya ha sido arrancado de los contenes de la cultura vista como espacio privado de las bellas artes (el teatro, las artes plásticas, la música, la literatura, y el cine, más recientemente). Hoy entendemos por cultura todas las prácticas individuales que se socializan. Luego tenemos otro testimonio: el estado del arte desde la conceptualización hasta el proceso de creación.

Por arte se entendió como absolutamente legítima la noción aristotélica de techné: el arte es un instrumento para la reproducción fiel de la realidad, un recurso para conseguir la mimesis y, sobre todo, un arte moral, tal y como Sócrates pidió a los artistas de su tiempo. Platón fue consecuente con ese ideal socrático y, aunque no escribió una sola línea sobre cuestiones de la estética, sí creo una obra pletórica de lirismo que le ha valido un lugar dentro del canon aristotélico de la Belleza. El arte, para Aristóteles, no podía ser sino Bello, Bueno y Verdadero. La Belleza era preciso llegase avalada por la utilidad, por la bondad, por la verdad. Pero los procesos de preautonomía y autonomía del arte, en camino hacia la Modernidad, fueron transformando el canon tradicional de inspiración aristotélico hasta conseguir que, en las disquisiciones en materia de Estética, convivan tanto las tres categorías tradicionales (lo Bello, lo Bueno y lo Verdadero) con las intenciones y prácticas más desligadas o distanciadas de la mimesis, el gusto, la techné. (Sánchez, 2006) Es la sociedad postindustrial: muy apegada a un nuevo canon: el de la desacralización que genera las actitudes desenfadadas y relativistas: la era del “todo vale”, que de tanto ser permisiva termina por banalizar quizá más de la cuenta muchos de los puntos del comportamiento individual y social.

Si el arte ya dejó de ser techné pues es necesario ver qué cosa es el arte, cómo se le puede definir. A fines del ochocientos, con la irrupción del Aufklarung (Iluminismo), Kant atisbó el proceso de desdefinición del arte. Para Kant, el arte había dejado de ser un instrumento de reproducción de la realidad para convertirse en una “finalidad sin fin”. O sea, una práctica a la cual se arriba, pero sin un fin determinado. La aseveración llevó a Hegel a pronunciarse por una filosofía del arte. Más tarde, en la clausura del siglo XIX y durante el primer tercio del siglo XX, las vanguardias artísticas propiciaron una ruptura epistemológica. Fue necesario salirse de la historia del arte –tal y como sugirió Pablo Picasso– para volver a entrar en ella, luego de las experiencias vanguardistas. (Sánchez, 2006)

La posmodernidad ha sido consecuente con esa ruptura epistemológica; las nuevas prácticas artísticas no pueden estar más lejanas de la Academia y, por otra parte, se distancian cada vez más del mercado. Este nuevo modo de hacer arte se halla mediado por las normas de la Internet: es el net-art, cuyo proceso de estandarización ha significado un desvelo para el teórico español José Luis Brea en el libro El tercer umbral. Dice José Luis Brea en torno a una redefinición de las prácticas artísticas:

“No existen más los ‘artistas’, como tal. Tan sólo hay productores, gente que produce. Tampoco hay propiamente ‘autores’, cualquier idea de autoría ha quedado desbordada por la lógica de circulación de las ideas en las sociedades contemporáneas. Incluso cuando decimos que sólo hay productores sentimos la necesidad de hacer una puntualización: hay productores, sí, pero también ellos (nosotros) mismos son en cierta forma ‘productos’.”

Las nuevas tecnologías de la información y la comunicación no ofrecen seriedad en materia de blindaje identitario; por tanto, mucho menos en lo que concierne al tema del derecho de autor. Por la Internet, más que producirse trabajo circulan ideas, productos que se recepcionan, se resemantizan y, con ello, se procede a otra clase de producción: la del hombre-masa que tanto preocupaba a C.R. Mills. La condición de autor, con mayúsculas, es un linaje perdido, “trasnochado”, para decirlo al modo de José Luis Brea. En la Red no hay marchantes, ni curadores, ni galeristas, ni museólogos que seleccionen un rasero para evitar que las prácticas “artísticas” no pongan en igualdad de condiciones tanto al pintor egresado de la academia como al apasionado y empírico debutante.

Una de las prácticas artísticas que más se resiente con esta realidad es la del artista gráfico (el diseñador). La negociación al interior del mundo de la gráfica, es decir, el mercado del arte, parece no requerir mucho de los conocimientos académicos. Hoy, al menos al nivel de lo popular, cuantiosos acuerdos de trabajo se establecen con personas sin conocimientos de diseño gráfico, pero que manejan muy bien las herramientas de software, tales como el Photoshop, el Corel Draw, el Page Maker, el Adobe InDesign, etcétera. Basta un poco de buen gusto, más una buena realización (mediada por la exactitud que concede la tecnología) y ya se hace posible incursionar en el vastísimo universo de las artes gráficas.

Lo anterior va en asuntos de semejanza con el periodismo participativo. Pero también hay una diferencia. En el caso de las artes gráficas la realidad nos ubica frente a la ya posible inexistencia del producto material que siempre hemos conocido como obra de arte. El que circula por la Red es un trabajo conformado a partir de unas prácticas que tal vez podamos y debamos llamar artísticas. Sin embargo, estos ejercicios parecen tener una relación de notable laxitud con la producción que históricamente hemos conocido de excelente grado como cultural porque nos disponía frente a una obra material: propagadora de afectos y de un sinnúmero de significaciones. Las nuevas “prácticas artísticas” desempeñan una tarea acaso muy específica para los creadores de experiencia, así como para los receptores igualmente experimentados. Pero como se desentienden de la producción de objetos y son dedicadas casi por entero a la publicitación desmesurada de signos, símbolos, ritualizaciones y sistemas de representación, pues viajan con más facilidad hasta las conciencias desprovistas del talante, de la distinción, del glamour y de la clase. De ahí que, en tiempo quizá muy breve, en asuntos de campo, a pesar de la diferencia de habitus y de capital específico, pudiera ser necesario dialogar con las prácticas comunicativas no profesionalizadas.

Bibliografía consultada

Brea, José Luis: “La estetización difusa de las sociedades actuales –y la muerte tecnológica del arte”. En: revista Criterios. La Habana, 2007.

Abellán, Javier: “Estudio preliminar al ensayo La política como profesión”. pp.: 11-43. En: Max Weber. La política como profesión. Edit. Biblioteca Nueva. Colección Clásicos del Pensamiento. Madrid, 2007. pp. 164.

Sánchez Medina, Mayra y Antoinette Torres Soler: “Aproximación al estudio de las vanguardias artísticas del siglo XX”. En: Colectivo de autores: Estética. Enfoques actuales. Edit. Félix Varela, La Habana, 2006.

Saladrigas Medina, Hilda: Coordenadas cubanas para un fenómeno complejo: Fundamentos para un enfoque teórico-metodológico de la investigación de la comunicación organizacional. Tesis presentada en opción al grado científico de Doctora en Ciencias de la Comunicación Social. Facultad de Comunicación. Universidad de La Habana, Noviembre de 2005.

Sánchez Martínez, Mariano, Juan Sáez Carreras y Lennart Svensson: Sociología de las profesiones. Pasado, presente y futuro. Edición a cargo de Diego Marín Librero. Murcia, España, 2003.

Portal Moreno, Rayza: Por los caminos de la utopía. Un estudio de las prácticas comunicativas de los Talleres de Transformación Integral del Barrio en la Ciudad de La Habana. Tesis presentada en opción al grado científico de Doctora en Ciencias de la Comunicación Social. Facultad de Comunicación. Universidad de La Habana, 2003.

Ritzer, Georges: Teoría Sociológica Contemporánea. Tercera Parte. La Habana. Año: ¿?

Brea, José Luis: “El tercer umbral. Estatuto de las prácticas artísticas en las sociedades del capitalismo cultural”. En: revista Criterios. La Habana, 2007.

Sánchez Vázquez, Adolfo: “Modernidad, vanguardia y posmodernismo”. En: A tiempo y destiempo. Editorial de Ciencias Sociales. La Habana, 2004.

Colectivo de Autores: Comunicología. Temas a debate. Edit. Félix Varela. La Habana, 2005.

Barreto, Emilio: El Mayo del 68 francés y el desenfreno de la estetización difusa de la posmodernidad. Año 2008. Conferencia inédita.

Barreto, Emilio: Apuntes breves para una propuesta de Introducción a la Teoría de la Investigación y la Comunicación en Cuba. Año 2005. Ensayo inédito.

Bibliografía citada

Bourdieu, Pierre: Sociología y Cultura. Año 1990.

Brea, José Luis: La era postmedia. En: revista Criterios. La Habana, 2007.

Weber, Max: La ética protestante y la “espiritualidad” del capitalismo.

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